Hoy es sábado y hay una «visita» de las «mujeres de verde» (WIG, por «women in green») programada para hoy. No sucede todos los sábados pero vienen con bastante regularidad. La gente que ha estado en Hebrón durante meses se han familiarizado con sus acciones.

K. y D. explican lo que normalmente hacen las WIG y lo que otros observadores de derechos humanos, gente como nosotros, han hecho en respuesta en pasadas ocasiones. Normalmente las WIG van en procesión desde Tel Rumeida, el asentamiento en la parte de arriba de la colina, hacia el otro asentamiento, el que queda abajo, justo debajo de la escuela, donde diariamente vigilamos que los niños colonos no tiren (demasiadas) piedras a las niñas y madres palestinas. Intentan programar esta «marcha» para llegar al pie de las escaleras justo cuando los niños salen de la escuela, y simplemente les gritan alaridos e insultos.

En previas ocasiones, los internacionales han intentado acompañarles en esta marcha sin provocarles, aunque es bastante difícil puesto que nuestra mera presencia es una provocación, al parecer, así que deberíamos prepararnos para recibir abusos verbales también.

Una vez que llegan a la parte de abajo de las escaleras encarando a los niños que bajan, los internacionales pondremos nuestros cuerpos entre las Mujeres de Verde y los niños. Es importante que no demos la cara a los niños, sino a las mujeres. Esto es para evitar intimidar a los niños aún más. Necesitamos encarar a las mujeres; ellas son la causa de esta situación violenta y en ellas hay que centrarse, no en los niños – ellos no tienen la culpa.

Con estas instrucciones salimos a la calle esperando al menos alguna situación desagradable.

Nos encontramos a las WIG en el control-ataúd, desde donde se puede ir o bien hacia el asentamiento de abajo (o, en mi caso, a mi «puesto de vigilancia») o subiendo la calle hacia el otro asentamiento.

En el control militar hay un niño al que le están reteniendo y uno de los internacionales pregunta por qué. Como de costumbre, no hay respuesta del soldado. Pero hay otro soldado que parece que es de rango mayor que el que está deteniendo al niño y le pregunta al internacional, una mujer francesa, cuál es su problema. Ella empieza, «este soldado está reteniendo a este niño». En ese momento una de las mujeres de verde se echa a reír: «¡Le está diciendo que el soldado está reteniendo a ‘eso’! ¡Como si le importara!»

Empiezo a subir la cuesta con las Mujeres de Verde (WIG) y nos alcanzan las primeras niñas que salen de la escuela. Todas las Mujeres nos sacan fotos, algunas con teléfonos móviles. También hay dos hombres con ellas; ellos no tienen cámaras, así que sólo caminan y nos miran con asco. La mayoría de las que tienen cámaras ya me han sacado al menos una foto para cuando llegamos a la mitad de la cuesta. Le saco yo una foto a una de ellas, y uno de los hombres me dice: «don’t you have anything better to do, you scummy piece of shit?» («¿no tienes nada mejor que hacer, asqueroso trozo de mierda?»). Le miro y le veo una pistola en el cinturón. Saco fotos del cinturón con la pistola segun subimos, también situándome entre este grupo y los niños que también están subiendo la cuesta, por si acaso empiezan a chillarles insultos, intentando no pensar qué harían si no estuviéramos nosotros aquí.

Continúan subiendo la última cuesta hasta el asentamiento y, cuando entran en él, les dejamos. Ya no son asunto nuestro. La mayoría de las alumnas de la escuela están ya «seguras» en calles palestinas habitadas.

Pero justo a mi izquierda está el camino de barro por donde a la gente palestina no se le permite pasar para ir a sus casas, y eso que hay una sentencia judicial que dice que tienen derecho a ello. Un soldado está parado ahí negándose a abrir un poco del alambre de espinos que bloquea el sendero. Dos internacionales están intentando razonar con el soldado, que suele ser bastante inútil, pero hoy parece especialmente frustrante. La niña abandona y empieza a bajar la cuesta, dispuesta a hacer todo el camino rodeando las colinas del barrio, que quizá le lleve sus buenos veinte minutos, para ir a una casa que se ve desde aquí.

Yo empiezo a tomar fotos del camino y del alambre de espino. Acabo y bajamos todos la cuesta, pero un soldado empieza a empujar a M. hacia abajo, diciendo que nos tenemos que marchar. M. se cae encima de mí y el impulso me tira hacia adelante. Grito y pregunto por qué. El soldado sólo dice, «os tenéis que ir». Repito, «por qué». S. también pregunta por qué pero no recibimos ninguna respuesta, solamente nos empujan con violencia cuesta abajo.

Entonces uso el móvil para llamar a D. y contarle la situación. Él pregunta si a la niña le han dejado pasar por el camino del alambre y le digo que ha desistido, así que me dice que deberíamos bajar. Bajamos pero los soldados nos siguen empujando con violencia.

Intento filmarles mientras nos empujan, y en un momento dado, un soldado me agarra la cámara y tira para robármela. Tengo la tira de la cámara atada a la muñeca así que la cámara no se suelta. Él tampoco la suelta, y sigue tirando y yo grito, y grito, mientras me doblo hacia el suelo, esperando que esto evite que me quite la cámara y me arreste. Forcejeamos durante unos segundos y él dobla mis gafas con su cuerpo, luego mis gafas vuelan y las pierdo de vista. Me suelta la cámara pero yo sigo gritando, preguntando por mis gafas, con pánico de no encontrarlas. De pronto las veo bajo mi pie – están completamente inutilizables.

Una de las mujeres de verde viene hacia mí y, riéndose, grita: «bonito espectáculo has dado, eres buena para el teatro» y otras frases «graciosas», quizás insultos, pero ahora mismo ella es la última de mis preocupaciones y, además, no la puedo ver bien sin mis gafas, sólo puedo ver su silueta.

Mirándome las gafas, tratando de ver si tienen arreglo, bajamos la cuesta, de nuevo empujados por los soldados. Desde lejos, S. ha filmado toda la escena. Segun bajamos la cuesta, otro soldado rápidamente intenta agarrar mi cámara pero yo soy más rápida y ni la toca. Entonces veo cómo un soldado empuja a S. de un lado a otro: algunos soldados también están intentando agarrar su cámara. Yo comienzo a grabar otra vez. Un soldado se pone justo delante de mí y durante unos pocos segundos jugamos al gato y al ratón, yo intentando filmar al soldado que está empujando a S., y este soldado tratando de bloquear mi visión. Mirando a S. y a este soldado por turnos, ni siquiera puedo ver qué estoy grabando. Los soldados han tirado a S. al suelo y ahí está, tumbado en el suelo, boca abajo, levantando la cara intentando mirarme, y me parece que le están arrestando. Entre que no veo bien sin las gafas y que el soldado está jugando delante de mí, sólo acierto a ver – malamente – el momento en el que le levantan y se lo llevan – o eso creo.

Normalmente son S. o D. quienes llaman al IDF (Israeli Defence Forces), y el resto de nosotros les dejamos que se hagan cargo de la situación. Pero ahora a S. le están arrestando y D. no está aquí (¿dónde está?). Le llamo para decirle que a S. le han arrestado y, en ese mismo momento, S. aparece doblando la esquina, así que cuelgo. Entonces no han arrestado a S., pero ya no tiene su cámara. Los soldados se la han robado. Yo aún sigo temblando de la confrontación, y sigo mirando mis gafas rotas. Algunos palestinos han salido de sus casas, probablemente alertados por mis gritos.

Tratamos de reagruparnos pero mientras tanto los soldados se han acercado en formación y ya nos han rodeado. De repente ocho o nueve soldados se acercan a mí y me rodean. De pronto ya no veo a mis amigos. Todo lo que veo son uniformes militares verdes que los llevan hombres grandes con caras de pocos amigos, todos a mi alrededor. Uno dice: «dame la cámara», yo digo, «no», él dice, «¿no quieres darme la cámara?» yo pregunto, «por qué tengo que hacerlo». En ese momento un montón de manos agarran las mías y me abren los brazos. Dos soldados me agarran la mano izquierda, donde tengo las gafas, rotas. El resto de los soldados se concentran en mi mano derecha, donde tengo la cámara.

Empiezo a gritar de nuevo – y pienso, «ya está, me arrestan, me deportan, y no me dejan volver nunca más a Palestina, hasta aquí hemos llegado, se acabó».

Sigo gritando y aún tengo la cámara atada a la muñeca así que no se suelta. Los soldados me tuercen la muñeca y los dedos, tanto como pueden, y tiran de la cámara para hacer que la tira se rompa, pero lo único que se rompe es mi piel. Grito y grito temiendo que me rompan alguna parte del cuerpo o que me arresten, lo que significará el final de Palestina para mí – de por vida. Mientras grito con la boca abierta, noto que uno de sus brazos se presiona fuertemente contra mi boca – qué fácil simplemente morder este brazo. Pero entiendo que es una provocación, porque si muerdo a un soldado entonces ya tendrán una razón para arrestarme, «asalto a un soldado», y no parece que vayan a arrestarme, porque ya me habrían arrastrado a su vehículo, y no están haciendo eso, sólo se están esforzando por conseguir mi cámara. Total, sigo gritando, es lo único que puedo hacer dadas las circunstancias.

Finalmente me doy cuenta de que sólo soy una y no puedo hacer nada contra ocho o nueve soldados, así que tengo que soltar la cámara, y al menos evitar que me desgarren la piel de toda la mano, ya que evitar que me roben la cámara está claro que no voy a poder.

Cuando los soldados por fin consiguen la cámara me dejan ahí, temblando violentamente. Una mujer palestina me toca el hombro y me muestra un vaso de agua que tiene en la mano. Entonces literalmente me lo vacía en la boca – viva la falta de comunicación. Bebo un poco y digo «shukran» pero ella insiste en que beba más, y así lo hago. Después de beber el agua sigo temblando, aunque no tan violentamente. Entonces miro a mi alrededor y veo que la calle está llena de gente mirando hacia el grupo donde yo estoy, que es bastante grande ahora. Alrededor de nosotros, más cerca, hay gente con insignias que muestran sus nombres, otros con chalecos de EAPPI. Son israelíes e internacionales de diferentes organizaciones de derechos humanos que han salido a la calle alertados por mis gritos.

Entonces veo a D. y resulta que a él también le han robado su cámara. Subimos al piso y rebobinamos. Tres cámaras robadas. Con mis gritos he alarmado a todo el vecindario y todos, incluyendo palestinos, internacionales de otros grupos y activistas israelíes, han salido a la calle. A. y D. piensan que ha sido buena cosa que gritara sin parar. Los soldados han detenido a algunos israelíes y alguien ha llamado a la policía. La policía está abajo, ahora, y los oficiales están enfadados por esas detenciones. Algunos de los otros activistas piensan que deberíamos denunciar los robos a la policía pero S. y D. dicen que saben por experiencia que si hablamos con la policía, nos arrestarán: «Siempre pasa cuando la policía israelí interviene en conflictos entre los soldados y nosotros. Si vamos a la policía para denunciar esto o para pedir que nos devuelvan las cámaras, nos detendrán.» Aún así, algunos consideran la posibilidad de hablar con ellos y denunciar el robo, puesto que es un acto ilegal – los soldados pueden retenernos, facilitar que la policía nos arreste, pero nunca quitarnos nuestras propiedades. En teoría se les debería «caer el pelo» por esto. Pero la gente que ha estado aquí más tiempo que yo sabe que, si intentamos hablar con la policía, nos arrestarán y probablemente nos deportarán. Y sabemos que cualquiera que haya sido arrestado o deportado nunca tendrá permitida la entrada en Israel otra vez, y, por extensión, en virtud de su ocupación ilegal de Palestina, en Palestina.

Los que están planeando permanecer en Palestina algunos meses más piensan que, si alguno de nosotros va a ir a la comisaría de policía, debería ser alguien que esté planeando irse a casa en unos días, o semanas, y no ellos. La lógica es que, si les deportan, pierden los meses que tenían disponibles, para pasarlos en la cárcel esperando la deportación o en su casa ya deportados, pero si ya estamos planeando ir a casa pronto de todos modos, pues tanto no perdemos. Pero algunos de los que se van a quedar poco tiempo piensan que debería ser alguien que haya sido arrestado ya quien debería ir, puesto que ya no les van a dejar entrar más en el país de todos modos, porque ya les han arrestado una vez. El criterio para esto no son los meses que alguien está planeando permanecer, sino las veces que algunos estamos planeando volver.

Al final nadie va. Todos queremos quedarnos aquí tanto tiempo como podamos y todos queremos volver, o al menos si decidimos no volver a Palestina, queremos que la decisión sea nuestra, y no de estos soldados, o de alguna autoridad israelí.

N. llama al IDF varias veces y finalmente la mujer que se pone al teléfono dice que nos devolverán las cámaras en unos minutos. Pasa una hora y las cámaras están todavía robadas. Más llamadas.

Aún temblando e intentando arreglarme las gafas, pregunto a M. y a C. dónde estaban mientras yo peleaba con los soldados. C. contesta: «Estábamos justo a tu lado, pero justo antes de que te cogieran todos a la vez, ha venido otro, mucho más grande, y nos ha cogido a los dos a la vez también, a uno con cada mano, de la ropa, así [y levanta sus puños, extendiendo sus brazos] y nos ha levantado del suelo, y así nos ha tenido hasta que te han quitado la cámara». M. me dice que él también ha tenido que pelear con otro soldado que quería robarle la cámara. Sin embargo después de sólo el primer intento se ha dado cuenta de que lo intentaría otra vez y ha cambiado la cinta.

Una hora después, sigo temblando. No puedo evitar sentirme culpable y completamente inútil y tonta: «¿Cómo he podido ser tan estúpida? ¿No vi que no pararían hasta que consiguieran mi cámara? ¿Por qué no se me ocurrió correr al piso lo más rápidamente posible y esconder la cinta, la cámara? [aunque pensándolo bien: «Bueno, quizá eso habría sido peor, quizá entonces los soldados habrían atacado el piso buscándola»] «No, eso no es probable».

S. me cuenta de que ésta es la segunda cámara que tiene aquí. La otra se la hizo añicos un colono que se enfureció porque S. le sacó una foto mientras apaleaba a un palestino en la calle. Pero el hecho de que lo que me ha pasado no es en absoluto extraordinario, sino bastante rutinario, no es ningún consuelo, y no me hace sentirme menos idiota. Me tapo la cara con las manos. «No te atormentes. Intenta relajarte», me dicen.

Dos horas después de que nos hayan robado una cámara de fotos y dos de vídeo nos llaman para decirnos que están «disponibles». Si las queremos, tenemos que ir nosotros al puesto de control a por ellas, a recogerlas de manos de los mismos soldados que nos las han robado. Pasará algún tiempo antes de que tenga estómago para acercarme a un soldado, así que pido que vaya otro.

A. se ofrece. Desde una de las ventanas le vemos ir hasta la especie de tienda de campaña en la que están los soldados. Se queda ahí durante unos segundos, quizás hablando con el soldado que está dentro. Entonces vemos que sale una cámara de la tienda, y una mano que la sostiene. A. la coge. Y luego otra cámara. Y luego otra. Y luego A. viene al piso donde estamos.

Como suponíamos, nos han borrado todas las cintas. En lugar de unas tomas mediocres, hay unas maravillosas vistas de pantalones verdes militares, botas negras y, finalmente, un motor – verde. La grabación del hombre descargando y cargando su burro, entre otras, tampoco está.

También nos han vaciado las baterías completamente, por lo que las cámaras tendrán que quedarse en casa cargando el resto del día. De todas formas no me apetece salir y menos con la cámara. Aún me tiemblan las piernas contra mi voluntad y me duele todo el cuerpo. D. por su parte se entretiene filmando todo lo que puede desde la ventana de su cuarto.

Al cabo de una hora, me dice, «¿Podrías bajar las escaleras y decirle a A. que vaya a donde el soldado? Una pandilla de niños está tirando piedras a una casa palestina». Mientras me dice esto me acerco a la ventana; efectivamente unos cuantos críos de cinco a diez años están cogiendo unas piedras más grandes que sus cabezas, y las están lanzando contra una casa palestina que queda por debajo del jardín donde están ellos.

Bajo corriendo las escaleras, llego donde están A. y V., les muestro los niños y vamos todos a hablar con el soldado más cercano. Para cuando llegamos, los niños han dejado su entretenimiento. Pero al llegar de nuevo al camino con el alambre de espinos vemos a un par de niñas palestinas esperando a que alguien retire el alambre unos centímetros para poder pasar por ahí a su casa. Sólo una quiere pasar, la otra ha venido a acompañarla hasta el soldado. Hablan con él y parecen no perder la esperanza de poder hacer el camino a su casa por donde es más corto en vez de dar una vuelta de veinte minutos.

«¿Por qué no puede pasar?»
«No tiene identificación, así que no puedo comprobar si vive aquí.»
«Yo la conozco y sé que vive en esa casa que se ve ahí. »
«Nadie puede pasar.»
«Sí puede, hay una orden judicial (de las autoridades de tu país, israelí) que dice que este camino debe estar abierto.»
«¿Eh?»
Se lo explicamos en inglés sencillo: «Un juez israelí, del Tribunal Supremo, ha ordenado: este camino debe estar abierto.»
«No sé nada de eso, mis órdenes son ‘nadie pasa’, no sé lo que dices.»
El soldado pone cada vez más cara de idiota. A. le dice: «no es lo suficientemente mayor para tener identificación, y esto no debería estar cerrado de todas formas».
«Mis órdenes son no abrir, si no puedo comprobar que vive ahí.»
«Yo la conozco y vive ahí.»
«Ok, si dices que es demasiado joven para tener documentación de identidad, te voy a creer, que pase.»

Y va y le abre el alambre de espino, desobedeciendo las órdenes que dice que tiene.

Cuando es de noche y hemos terminado «oficialmente» el «trabajo», nos ponemos a cocinar y nos damos cuenta de que nos hace falta más pasta. Voy yo a la única tienda que permanece abierta en el barrio. sólo tiene chucherías, pan, paquetes de pasta y poca cosa más, pero al menos es un sitio donde los niños pueden estar cuando, por ejemplo, a los soldados de turno les da por robarles el balón.

La tienda está ahora llena de niños. Segun entro, todos me miran y se ríen, algunos gritan poniendo los brazos en cruz, imitando mis gritos y mi postura cuando los soldados me cogieron la cámara.

Sonrío y pienso: «niños». Pasadas las bromas, algunos me dan la mano, otros simplemente bajan la cabeza, como presentándome sus respetos. Parece que hoy soy el héroe del barrio.

Compro la pasta y el chico mayor, que no quiso que los demás niños hablaran conmigo el otro día, se acerca a mí y me dice, en inglés: «lo siento». Le digo que todo está bien y me marcho, mientras los gritos y las risas siguen detrás de mí. Ya no me duele todo el cuerpo.