Me despierto hacia las 7 de la mañana por los ruidos y la luz del
exterior. Me lo tomo con mucha calma; salgo hacia las 9 a comprarme algo
de desayuno y solo hay una tienda abierta; la calle, por supuesto, no es
la misma. En la plazoleta hay más coches que lo que recuerdo de ayer, y
hay un hombrecito con un carrito vendiendo pan. También hay una lonja
llena de andamios y de pintura, y que para la tarde ya estará llena de
souvenirs y cosas inútiles para vender.

Me compro el desayuno y de ahí voy al centro de información cristiana, que
también está cerrado. Leyendo la tabla de misas y servicios disponibles en
los diferentes sitios y diferentes idiomas, observo que el único servicio
en inglés en todo Jerusalén solo se ofrece en la iglesia de Notre Dame,
una misa a la mañana y otra a la tarde. La de la mañana es a las 9 y son
menos cuarto, así que subo a la habitación rápidamente, me tomo algo de
zumo y salgo para la iglesia.

El señor que ayer de poco me hizo de guía turístico todo el día me ve y me
pregunta a donde voy. Le digo que me voy a misa y hace ademán de
acompañarme, preguntando: “Sabes el camino?” le digo que si, gracias, me
vuelvo y sigo andando. Le oigo decir “cuando vuelas, haremos algo hoy” –
su inglés no es perfecto y le entiendo que quiere decir que cuando vuelva
me hará de guía turístico. Me vuelvo brevemente sin saber si reír o
llorar, y me sale una mueca rara casi como de asco. No tengo tiempo de
pararme y pensar en una manera educada de mandarle al carajo, así que
muevo la cabeza y me marcho. Pensaba que había entendido que quiero estar
sola.

Llego a la capilla y está vacía y con las luces apagadas. Observo una
puerta que da a un espacio abierto y salgo a que me de el sol, porque
dentro hace frío, con todos estos suelos de mármol. Observo que desde aquí
se ve la puerta de la muralla, que queda justo frente a una verja que está
cerrada a cal y canto. Así que se puede acceder a la capilla donde se dan
las misas directamente desde la calle; pero nos hacen entrar a tod*s por
la puerta de seguridad y dar una vuelta enorme.

Vuelvo al hostal a desayunar y afortunadamente el atento señor no está por
ahí cuando salgo. También los tenderos que antes me insistían en que
entrase a sus tiendas ya no me dicen nada, parece que se han dado cuenta
de que no he venido aquí a gastarme los cuartos.

La hora de ir al consulado se me ha pasado otra vez; voy entonces al
“Muslim Quarter” a hacer algo de turismo. Me compro un pan con especias
(que no son especias sino un polvo que tiene el sabor de las hierbas
aromáticas y la forma del pienso que se les da a las vacas) de los que
quería el atento señor que me comprase ayer. Por supuesto que me quería
convencer – dos panes de los normales (que en realidad son de pita pero se
parecen más al pan español que al que te venden en Londres como pita)
cuestan un shekel, uno solo de estos cuesta cuatro. Pero la cosa de
hierbas y pienso está mezclada con aceite de oliva y además te lo
calientan, con lo que llena bastante y parece sano. Me lo como andando y
de vez en cuando saco fotos a las calles vacías, que parecen callejas, con
grandisimas piedras irregulares como suelo; a veces haciendo escaleras.

Salgo a la Via Dolorosa, que ya tiene bastantes tiendas, y desemboco en la
calle que en teoría me lleva a la Puerta de Damasco. Cuanto más avanzo hay
más hombres con el pañuelo palestino puesto como se lo ponía Arafat, y las
mujeres llevan túnicas de la cabeza a los pies, algunas con la cara
tapada. Es una multitud pero de pronto reparo en un chico joven con ropa
occidental que lleva algo colgado del brazo y que agarra con la mano. Es
una metralleta, o al menos un arma, negra y muy moderna – en cualquier
caso un arma mucho más sofisticada que las que veo en las pelis o en los
telediarios. El tiempo se para y me quedo mirando el arma según pasa a mi
lado; el tío lleva el dedo en el gatillo.

Pero nadie se ha parado y todos seguimos caminando; en teoría esta calle
desemboca directamente en la puerta de Damasco pero al final hay unos
recovecos tales que termino en unas calles que no hacen más que subir y
bajar, todo escaleras de piedra, bastante solitario. Al doblar una esquina
veo cuatro soldados vestidos de camuflaje verde – con armas incluidas, el
anterior iba de paisano – hablando con un chico que parece musulmán.

Por fin llego a una calle que está algo más transitada, o al menos eso
parece mientras pasan unas niñas en fila con su maestra detrás de ellas.
Delante de ellas va un hombre con un arma al hombro también. Recuerdo
entonces alguna noticia oída alguna vez sobre la necesidad de proteger a
las niñas judías para que puedan ir a la escuela. Estamos en el Cuarto
Musulmán.

Por fin empieza a oírse ruido del tráfico – eso significa que puedo estar
cerca de una puerta, pero sospecho que no es la de Damasco. Salgo y hay un
pasillo formado por puestos ambulantes de fruta. Pregunto en qué puerta
estoy y, efectivamente, es la de Herodes, la siguiente a la de Damasco.
Ando por fuera de la muralla hacia la puerta y entro – entonces me doy
cuenta de cómo me he perdido y por qué: no hay ninguna indicación, ni
siquiera el nombre de las calles para poder mirar en el mapa.

Yendo por la calle por la que me he confundido hay unos servicios. Los de
los hombres están a ras de suelo, junto a unas tiendas; los de mujeres
están pegados a la muralla, en lo alto, después de unas 50 escaleras.
Justo fuera del servicio hay una especie de petril donde me puedo sentar.
La vista es muy bonita: se ven los tejados, y la muralla por dentro. Hay
unas aberturas por toda la muralla, muy similares a las que hay en los
castillos medievales castellanos que servían para defender la ciudad o el
castillo, tirando flechas desde allí; la que está justo encima de la
puerta de Damasco es más grande, casi tan grande como una puerta; hay un
soldado con una ametralladora mirando hacia afuera; a veces descansa.

Saco un par de fotos a los tejados y cuando termino son dos los soldados
apostados con ametralladoras. Bajo a la calle y salgo por la puerta de
Damasco. Justo encima de la puerta se ve la apertura donde están los
soldados con ametralladoras – desde donde están divisan toda la explanada
frente a la puerta, donde hay una gran muchedumbre en ambiente lúdico
festivo. Entro dentro de la muralla, donde hay mucha mayor marabunta que
antes. Después de dar demasiadas vueltas intentando encontrar la iglesia
del sepulcro, sigo a unos italianos que están haciendo el Vía Crucis con
su cura, parándose en cada estación y rezando y cantando. Son casi una
atracción turística en sí mismos. Entro por un sitio diferente que el día
que me trajo el atento señor y saco varios vídeos más. Busco en la mochila
y me doy cuenta de que me han robado la cámara de fotos. Sigo “trabajando”
con la de vídeo intentando no pensar demasiado en el robo. Al salir veo
que me ha mandado A. un mensaje, que está aquí en Jerusalén, ya en su
hostal. Salgo del compendio con prisa. Un tendero me para y cometo el
error de pararme porque pienso que igual me quiere decir algo de
importancia; además no estaba muy segura de que era tendero, pues no
estaba junto a ninguna tienda en particular. Me pregunta en inglés de
dónde soy. Le digo que tengo prisa. Me dice que no quiere una conversación
de ventas ni negocios. Me paro otra vez esperando lo que me tenga que
decir. No dice nada. Le digo otra vez que tengo prisa, y qué quiere o
necesita de mí. “Nada”, me dice. “Vale”, contesto, y me vuelvo y me largo
sin decir adiós. Me estoy cansando de este juego. Llego al hostal de A.,
que está en mucha más ebullición que el mío a cualquier hora. Me presenta
a un par de personas que parecen más o menos amigas y sale a por cervezas.
Cuando vuelven no me hace mucho caso porque también tienen cosas que
hacer. Cojo un libro sobre “Jesus el ser humano”, que resulta que es sobre
los rollos del Mar Muerto. En realidad esta gente está aquí de descanso;
mañana A. quiere volver a Ramallah y me sugiere que vaya con él. Le hago
preguntas sobre lo que necesitaré allí y se convierte en tema de
conversación grupal. Nos dicen que será muy difícil viajar mañana debido a
recientes acontecimientos. Con esta información, una chica decide viajar
esta misma noche y todos aconsejamos a A. que lo deje para pasado mañana.
Un chico me pilla el acento español y acabamos hablando. El está de
voluntario en un pueblo y también está en Jerusalén descansando.

Cuando salgo de allí ya es de noche y está todo lleno de coches, algunos
son coches de policía. La verdad es que aquí los policías solo se
diferencian de los militares por el tamaño de sus armas; por lo demás,
podrían muy bien ambos pasar por robots. Es la primera vez que veo gente
tan armada tan campante por las calles, como si les pertenecieran a ellos
y el resto de nosotros (no se ve mucha mujer por la calle, y menos de
noche) no fuéramos más que intrusos.