Hemos pasado por la calle por la que bajábamos cada día, en verano, desde las piscinas del pueblo, cuando teníamos vacaciones de tres meses al año. Había que doblar una esquina para entrar en una calle bordeada por casas unifamiliares, de dos pisos cada uno, pero a las que no se podía llamar chalets, porque en realidad eran casas para pobres, que tenían un terrenito en la parte de atrás, pero no para un jardín, sino para una huerta para ayudar a completar la despensa familiar. Al doblar esa esquina, la niña anita se ponía a llorar, todos los días, a la misma hora, al doblar la misma esquina, la niña se ponía a llorar y no paraba hasta acabar la calle, cinco minutos después.