Todos los viernes hay una manifestación contra el muro en Bi’Lin. El muro en Bi’Lin es en realidad una valla metálica del estilo que vi en Yayyous, pero se le llama muro también porque separa igual.
Más activistas israelíes – e internacionales – llegan durante la mañana y la calle está muy concurrida, incluso antes de que los palestinos salgan de la mezquita. J y A son algunos de estos internacionales; nos ponemos al día de lo que hemos estado haciendo desde la última vez que nos vimos.

J ha estado en Hebrón y Kawawis (no estoy segura de haberlo escrito bien) y me pone al día de lo que ha hecho en esos sitios, lo mismo A. Les comento que seguramente será demasiado tarde ya para mi para ir a esos dos sitios, porque ya me queda poco de estancia en Palestina. Me dicen que merece la pena y me animan a ir. Les contesto que si me voy Bi’Lin se queda solo y es cuando está solo que entra el ejército. Su argumento es que debería aprovechar al máximo este viaje y ver lo más posible para luego contarlo en casa. Tiene su punto de razón. Pero ¿no he visto ya suficiente? Y hoy voy a ver una manifestación… Bueno, no has visto Hebrón, dicen.

Y sí que he oído horribles historias sobre Hebrón…

Hacia las doce, cuando los palestinos salen de la mezquita, ya somos más, entre palestinos, israelíes y demás. Israelíes y extranjeros tenemos diferentes “privilegios” con respecto a los palestinos, que no tienen ninguno: a nosotros es algo más improbable que nos arresten, o que nos hagan daño; a los israelíes es algo más probable que les escuchen. Así que cada uno con sus privilegios, a la manifa todos juntos.

Casi todos los activistas israelíes llevan pañuelos palestinos. Algunos extranjeros también, pero yo no me traje el mío porque me dijeron que si me lo veían en el aeropuerto al registrar mi equipaje iba a tener mucho más difícil que me dejaran entrar – si sospechan que apoyas la causa palestina se te acusa de terrorista y no se te deja entrar, así de democrático es el estado israelí. Y a la salida los interrogatorios y registros deben de ser todavía peores, así que ni me he molestado en comprarme uno.

Cuando la mani llega cerca del muro, los soldados simplemente bloquean el paso. Durante una media hora todo lo que hacen es corear y cantar en árabe y bailar delante de los soldados.

Luego los soldados cogen sus megáfonos y nos dicen en hebreo que nos vayamos. Algunos de ellos … parecen robocops.

Los “shebab”, los jóvenes, parece que quieren llegar hasta la valla, y el trabajo de los soldados, en teoría, es evitar eso.

Algunos jóvenes palestinos van cuesta abajo para llegar al “muro” campo a través. Los soldados les siguen y como cada vez hay más les lanzan gas lacrimógeno a distancia. No pueden usar más que bombas de sonido y gas lacrimógeno, mientras no tiren piedras. Si tiran piedras, carta blanca. Por eso les provocan a ellos, para poder tirarles a matar, mientras nos dejan de momento a los internacionales e israelíes en paz, por una parte porque saben que nosotros no vamos a tirar piedras, por otra porque no hay carta blanca para los internacionales. Aunque esto podría cambiar en cualquier momento…

Según lo que nos cuentan los israelíes que son las normas internas del ejército, el gas lacrimógeno sólo lo pueden tirar en elipse, porque el objetivo no es dañar a nadie con la lata en que está encerrado el gas sino sólo dispersar a la gente.

Pero veo a un soldado arrodillado, apuntando su metralleta a la cabeza de uno de los chicos, casi niños palestinos que se retraen ya campo a través hacia el pueblo, alejándose del muro. Otro soldado le toca en el hombro y me señala con la cabeza. Le veo mover los labios y leo “filming” (grabando). El de la metralleta me mira y se levanta. Mi cámara acaba de evitar un tiro en la cabeza. Pero no va a evitar todos…

La acción sigue a mi alrededor y tengo que dejar de mirarles y apuntarles con mi cámara para esquivar la porra de un soldado que no está mirando a dónde da. De pronto suena un disparo y el sonido de una lata de gas lanzada al aire, pero el rastro de humo que deja en el aire y que es lo único que alcanzo a ver no es elíptico, sino derecho a donde están los chicos. Que ahora ya no corren, porque están recogiendo a uno que parece que se ha caído y que está sangrando de la cabeza. Le han dado con la lata de gas, era lo que querían.

A nosotros también nos quieren echar gas pero no pueden porque estamos demasiado cerca de ellos y les afectaría a ellos también. Primero nos tienen que alejar de ellos para luego poder gasearnos. Así que hay un continuo ir y venir arriba y abajo de la carretera que hace tiempo conducía a alguna parte y ahora la corta el muro.

Los soldados nos empujan, nos gritan a veces en inglés pero sobre todo en hebreo, nos dan con las porras, nos arrastran, nos golpean con la culata de sus metralletas, nos tiran del pelo, hasta que llega un momento en que no podemos aguantar más y corremos para alejarnos de su violencia, o nos tiran al suelo y nos aplastan.

Entonces los soldados corren de nuevo alejándose de nosotros, poniendo distancia, y apuntando el gas. Pero nosotros nos levantamos y corremos de nuevo hacia ellos, acortando distancia de nuevo para que no nos gaseen – y vuelta a empezar. “Así puede seguir durante unas dos o tres horas”, me dice J, que ya ha estado antes aquí. Y yo me pregunto si simplemente nos iremos a casa de cansancio o quién decidirá cuándo acaba esto.

Así que durante las dos horas que siguen el aire se llena de gas lacrimógeno, la gente nos tapamos la cara con pañuelos o bufandas; son nuestras únicas armas. Pero los ojos no nos los podemos tapar, y duelen. Y el gas ahoga.

Sin embargo no estamos en callejas ni túneles, estamos a campo abierto y el gas se dispersa más rápidamente que en una manifestación urbana… pero la mayoría de nosotros, incluidos J, A y yo, nos alejamos tanto que llegamos casi al pueblo, y algunos se esconden detrás de una casa. Yo me vuelvo a comprobar que J viene con nosotros, está a unos cinco pasos de distancia de mí y entre los dos, de pronto, pasa una lata de gas, casi tan veloz como una bala. (fiiiiiiiiiiuuuuuuu!!)

Nos escondemos todos detrás de la casa y al cabo de un ratito se calma la cosa y todos salen de detrás de la casa. Yo me quedo, tengo miedo. J me grita: “Ya-la!” (que es la forma originaria de nuestro “¡Hala!” que tanto decía mi abuela). Le grito de vuelta, “que es eso de Ya-la” y los árabes se ríen.

Lentamente, sin sentir un ápice de apremio por acercarme a los soldados de nuevo, camino detrás de los que ya están corriendo hacia ellos. Y comienza la función de nuevo.

En el curso de estas escaramuzas arrestan a dos israelíes pero como tienen los mismos derechos que un occidental tendría en su país no se considera que su vida o la de su familia vaya a correr peligro. Pero cuando arrestan a un palestino, a saber lo que le vayan a hacer; le pueden acusar de lo que quieran y como no tiene ni derecho a oír la acusación es muy difícil que no vaya a la cárcel un tiempo.

De pronto salen mujeres de todas partes, que se ponen a chillar a los soldados.

Sobre todo una, le chilla al soldado de las gafas negras, alguien me dice que es la madre del detenido, y que las mujeres nunca vienen a las manifestaciones, pero que en cuanto arrestan a uno salen todas a chillar a los soldados. Es lo único que se atreven a hacer, pero se les ve toda la rabia y toda la impotencia en esos gritos, en cómo nos miran a nosotros.

Pero nosotros poco podemos hacer, aparte de ceder al chantaje de los soldados: “le soltamos cuando os vayáis”, es decir, el rehén a cambio del final de la manifestación.

Todas las conversaciones y negociaciones se desarrollan en hebreo, así que me entero gracias a algunos israelíes que de vez en cuando nos traducen. Los palestinos dicen que los soldados suelten al rehén primero y que luego nos vamos. Los soldados dicen que nos retiremos, que nos alejemos del muro. La gente se va alejando poco a poco pero unas cuantas mujeres palestinas se sientan en unas piedras al borde de la “carretera” y algunas chicas israelíes se quedan con ellas también. Le pregunto a una de éstas si se estará bien grabar a las mujeres en vídeo; me dice que pregunte, pregunto y me contesta la mujer mayor: “durante muchos años nos han estado fotogradiando, filmando, y no ha cambiado nada”.

Me siento al lado de ellas, la cámara apagada, esperando, con ellas. Los soldados están de pie, cerca de nosotras, que estamos casi todas sentadas. No nos miran a las mujeres, miran a los hombres que están un poco más abajo, en la carretera; pareciera que esperaran algo de ellos.

Un hombre palestino se acerca a donde estamos las mujeres y pareciera que va a hablar con los soldados, pero le habla a la madre del detenido, que es mucho mayor que él. La señora se levanta, nos mira a las demás y nos dice algo breve, y todas se levantan, así que yo también. Le pregunto a la chica israelí qué pasa y me dice simplemente que el hombre nos manda que vayamos con ellos, lejos de los soldados. “Pero las mujeres querían sentarse aquí…”, le digo. “Así es la cultura, viene un hombre, les dice que se marchen, y se marchan”.

Vuelvo con J y A y seguimos esperando.

Una furgoneta viene por la carretera desde el muro en construcción, llena de hombres palestinos que no han estado en la manifestación. Se paran y hablan con los palestinos que siguen esperando. Pregunto a A: ”¿Quiénes son?” Contesta: “Son escoria.” Pongo cara de necesitar más y me explica que son los trabajadores que están de hecho construyendo el muro. Trabajan para el Gobierno de Israel y luego son tratados como cualquier otro potencial terrorista, sin poder utilizar las carreteras que construyen, teniendo que usar otras como ésta, cortadas. “Bueno, no son escoria”, matiza A. “Trabajan para ellos. Están construyendo su propia cárcel. No deberían…” “Probablemente no tienen otra opción si no quieren morirse de hambre…” (así que primero los matan de hambre para no dejarles con otra opción que trabajar construyendo el Muro… y que luego se quejen de ataques…) “Bueno… sí”.

Después de una espera de indeterminada duración los soldados deciden liberar al rehén y hay un despliegue de alegría. Cumpliendo con el “acuerdo” con los soldados, la mayoría de la gente se va a casa y A y J confirman que esto ha sido todo.

Así que, dando la mani por terminada, nos sentamos en las rocas a descansar. Más hombres vienen desde el muro; estos a pie, y dos de ellos vienen a donde estamos nosotros a hablar. Sí que están trabajando en la construcción del muro que está cercando, pero no son de Bi’Lin; son de Hebrón. Vienen todos los días pero aún tienen que usar carreteras palestinas y pasar por los controles militares.

Ahora hay unos soldados en lo alto de una colina hecha de escombros.

Están mirándonos, o quizás mirando a unos chicos que se han tapado la cara y la cabeza con pañuelos palestinos y que andan practicando con unas hondas, pero sin tirar piedras. Pero entonces empiezan a tirar piedras a los soldados.

Les miro con reprobación y miro a A. “A ver si mejoran la puntería”, dice. Pongo cara de no poder creer lo que le oigo y me dice: “legítimamente, podrían estar defendiendo su territorio con pistolas. Este ejército ha invadido su país, es una ocupación ilegal de una tierra legítimamente suya (según las Naciones Unidas), y las únicas armas que tienen son las piedras.” “Pero tirar piedras no ayuda a mejorar la situación.” “No somos quién para juzgarles. No es nuestra tierra, ni nuestro país. Es su guerra, no la nuestra.” Tiene su punto de razón. Nosotros, si no nos gusta esta situación, nos podemos marchar. En unas semanas me voy a mi realidad pero estos chicos se quedan aquí, con la presencia del ejército y sin poder vivir una vida “normal”, porque esta es su vida normal, manifestaciones semanales e incursiones nocturnas, dependiendo de presencia extranjera para que no les maten – y a veces ni eso funciona.

Los chicos empiezan a tirar piedras pero ninguna de ellas cae ni cerca de los soldados que están en la colina – los demás han desaparecido en los blindados que están aparcados junto al muro; los manifestantes también se han ido en su gran mayoría; sólo quedamos nosotros tres y los chicos palestinos de Hebrón que se sientan a nuestro lado para que les enseñemos las fotos. Los chicos de las hondas quedan a nuestra derecha, a unos cuarenta o cincuenta metros y los soldados, que les miran mientras les tiran piedras con pésima puntería, quedan en frente de ambos, en una colina solitaria, extraña; quizás a unos ciento cincuenta o doscientos metros en línea recta, pero para llegar a ellos habría que bajar primero a un valle que desde donde estamos no se ve. Y la brisa viene desde más allá de los chicos de las hondas. Y los chicos les siguen tirando piedras, pero los soldados no hacen nada. Es algo tenso porque ya me han dicho que una vez que tiran piedras los soldados tienen carta blanca para usar las armas que quieran, como si quieren disparar balas de las que matan.

El chico de Hebrón que está sentado a mi lado me pide que le enseñe fotos y se las voy pasando, mientras con el rabillo del ojo miro a los soldados.

Entonces uno de ellos tira una pelota de gas lacrimógeno, que queda un poco corta y cae cuesta abajo, entre los de las hondas y nosotros, y no vemos la pelota pero sí el humo, ya familiar, que se va desvaneciendo por delante de nosotros sin llegar a envolvernos. Nos tapamos la nariz por rutina pero el humo ha quedado un poco alejado.

Los chicos de las hondas se van y nos dejan allí solos frente a los soldados, pero la manifa ha acabado hace tiempo, y ahora que ya nadie tira piedras ni pelotas de gas nos podemos relajar y quedarnos ahí descansando de las horas que llevamos corriendo arriba y abajo, así que me concentro en las fotos que le estoy enseñando al chico este de mi lado.

Y entonces de repente empieza a picarme violentamente la garganta. Toso y la nariz se me entapona y los ojos me lloran cuando me sueno la nariz, como cuando lloro de verdad, y toda la cara me duele. Y es extraño y aterrador no puedo ver lo que lo está causando, está viniendo sin venir de ninguna parte. No me he sentido tan mal en todo el día, y mira que habremos recibido gas hoy. Pero antes te alejabas del humo y ya estaba, dejabas de olerlo, y corrías y volvías, y echaban otra pelota, y vuelta a empezar. Pero ahora el aire está limpio a la vista, y me pasan estas cosas extrañas y dolorosas en la nariz, los ojos y la boca, y parece que a los demás les están pasando también.

Ya nos lo habían dicho. No es el humo lo que es el gas; el gas en sí es invisible, no se ve; el humo avisa que va a venir pero el gas invisible se esparce mucho más allá que el humo, que sí se ve. Y aunque puedes respirar normalmente, te hace no sé qué reacción química en el cerebro que te hace sentir que no puedes respirar, y respiras con más fuerza, lo que hace que metas más gas en los pulmones.

Pero esto es como más a lo bestia. Lo de que la garganta se te seca y no puedes parar de toser no me lo habían dicho. Y lo del pánico tampoco. Esta cosa, que está atacando nuestros cuerpos, que hace que nos duela casi todo y sobre todo los órganos de la cara, que no se ve …

Los ojos me lloran y me duelen, la nariz se me carga como si tuviera tremendo catarro. Y este mareo…

Nos vamos de allí corriendo y nos volvemos a casa. Los síntomas amainan. “Así que esto son las armas biológicas”, digo. “No las ves, no las sientes, simplemente te hacen polvo por dentro, y sigues sin ver nada anormal, ni fuera de ti ni en la piel, pero te quema la garganta, y los ojos.” J responde: “esto es, están usando armas biológicas contra manifestantes desarmados y pacíficos”.

Explicación al último acto: Los soldados necesitaban librarse de nosotros y nuestras cámaras antes de utilizar munición real. “Con la dirección del viento, sabían que echando el gas donde lo echaron iba a venirnos directamente a nosotros – ese gas estaba dirigido a nosotros desde el primer momento, no a los que tiraban piedras”, dice J. Los chicos con las hondas debían de saber esto. Por eso se marcharon en el momento en que vieron el humo – sabían que después del gas no dirigido a ellos, vendría la munición de verdad dirigida a ellos.