Puede que hoy sea el día que hace siete años aterricé en esta ciudad (así que si quieres saber mi completa identidad, solo tienes que pedir la parte de base de datos donde aparezcan los pasajeros que viajaron en avión a Londres el 28 de abril de 1998).

Muchas y variadas cosas han pasado desde entonces. Según diferentes brujas y otras amigas, mi personalidad ha dado varias vueltas de campana. Solo en el primer año tuve mi primer trabajo, me echaron por inútil, a las dos semanas encontré otro donde se veneraban mis habilidades (haciendo lo mismo); aunque no era ilegal sentí la misma soledad y exclusión que Mimi en Nueva York, conocí a refugiados políticos (aquí los canallas les llaman asylum seekers) de guerras extranjeras que a menudo accedían a darme de comer y también “Niños de La Guerra” española a quienes los recuerdos del compartir en la penuria parece que les quedaban algo lejanos. También en ese primer año tuve el más duro golpe emocional al menos hasta ahora, del que aún no me he recuperado.

Luego las cosas se han ido normalizando. Tuve tantos trabajos que perdí la cuenta hasta que encontré un trabajo estable donde le pedí a mi jefa que me echara y se tuvo que negar aunque estaba deseando librarse de mí – cosas del capitalismo y el precatiato, del que espero hablar el domingo en el programa de Tube Radio… También tuve que mudarme de casa unas once veces – esto creo que ya lo he contado.

En una ocasión un amigo se puso a conjeturar, delante de mí y de otra chica cuya familia entera es emigrante, sobre el impacto que puede tener la excesiva inmigración sobre una sociedad. Antes de que empezara a vomitar la necesidad de unos límites, le contesté casi con dolor, que un inmigrante NUNCA lo es por gusto. NUNCA. Yo no me cambiaba de casa cada 6 meses antes de venir aquí. No cenaba sola sin nadie a quien decir buenas noches, ni tuve nunca que cerrar mis platos y mi comida con llave, ni salí nunca de una agencia de trabajo con pena y rabia porque la rubia del mostrador se negaba a atenderme. Pero me estaban pasando cosas peores que estas, y por eso tuve que venirme. Ojala no hubiera tenido que hacerlo, y ojala no tuvieran que hacerlo miles de personas en el mundo que están aun peor que yo, por que a mi al menos se me concede la gracia de poder volver de visita de vez en cuando. Los niños de la guerra pensaron que aquello era para tres meses y algunos no pudieron volver nunca. Aisha, la chica de la primera residencia que nunca me dijo de qué país venía ni por qué se tuvo que venir, y solo me dijo que era refugiada cuando le dieron el permiso de trabajo, supo desde el principio que nunca podrá volver.

… Y, después de siete años y muchos más que llevo viviendo, puedo decir que SIEMPRE he tenido el lujo de no tener hambre, así que deja de quejarte y empieza a celebrar tu particular aniversario, niña.