Hoy vamos a un sitio al que es más difícil de llegar que otros días.
Además nos hemos quedado en este pueblo solo cuatro internacionales porque
hoy había una manifestación importante en otra ciudad y se han ido casi
todos allí. De estos cuatro, dos terminan su viaje por Palestina y se van
a casa, y los otros dos necesitamos un descanso y pensamos volvernos a
Jerusalén, porque en este piso, por las condiciones del suministro de
agua, se nos pide que no nos duchemos. Así que llevamos unos cuantos días
con la tierra pegada a la ropa y la ropa pegada a la piel; todos los días
ha hecho un calor de espanto y parece una buena idea volver a Jerusalén a
tomarse una buena ducha, descansar y beber.

Por estas razones, vienen dos chicos nuevos justo a tiempo para coger el
taxi de las ocho de la mañana. Con sacos de dormir y todos sus bártulos se
montan en el taxi porque esta noche la pasaran allí, porque entre venir
esta noche y volver mañana se pasarían unas cuatro horas de viaje y merece
la pena quedarse allí. La razón por la que el viaje de ida dura dos horas
no es la distancia. De hecho el sitio debe de estar a unos veinte minutos
en coche. Pero en la carretera que los une hay un control militar, y la
caravana que se forma parece que suele ser de unas dos horas de espera, si
no más. También hay una carretera que está asfaltada (las carreteras
palestinas por lo general son de tierra y polvo) y no tiene controles,
pero es de uso exclusivo de los colonos y del ejército israelíes.

Otros días el taxi nos lleva hasta donde la carretera se convierte en un
camino de cabras que sólo se puede usar a pie. Hoy la carretera no parece
que se acabe en el sitio donde nos deja, parece que la carretera sigue.
Nos despedimos y seguimos andando por la carretera hasta que salimos a
campo abierto. Una vez allí quedamos a la vista de un asentamiento judío
en lo alto del monte con su correspondiente barracón del ejército.
Efectivamente, la carretera está cortada, esta vez por una trinchera como
las de la guerra, que se extiende al menos un kilómetro. El fondo de la
trinchera está lleno de basura y escombros. Sorteamos todo esto y seguimos
andando. Lo que queda de carretera avanza en medio de campos que no tienen
un solo árbol, excepto una parcela donde hay olivos pequeños, recién
plantados. El suelo es pedregoso, como otros suelos donde hemos recogido
aceitunas. Cruzamos una carretera perfectamente asfaltada que es una de
las de uso exclusivo judío y cuando llegamos a la siguiente carretera,
esta vez polvorienta y sin asfaltar, nos encontramos con que un
taxi-furgoneta nos está esperando. Evidentemente hay alguien que está
haciendo bien su trabajo de coordinador. Este taxi nos deja a la puerta un
edificio que puede ser un ayuntamiento o un colegio. Hay carteles con
instrucciones de cómo votar en las paredes. Se nos invita a pasar a un
despacho y aparecen cada vez más hombres que empiezan a conversar en
árabe. De pronto se callan y uno nos dice en inglés que es el alcalde. Nos
pregunta el alcalde de dónde somos. “De USA”, responde una. El señor
sonríe y dice en un inglés básico, “con la gente de América, muy bien,
pero con Bush…” y hace un gesto raro, y todos sonreímos. “De España” – a
lo que responde “Aznar…” y hace el mismo gesto. Tenemos la imagen de que
esta gente solo sabe lo que le pasa a ella, que vive en un mundo aparte
sin comunicaciones, con su bigote poblado y su piel oscura y su pinta de
ignorante, y luego resulta que se saben los nombres de los presidentes de
cada país de los que venimos.

Después de unos minutos de espera aparece un hombre por la puerta y nos
levantamos todos; este es el campesino al que ayudamos hoy. Nos llevará
hasta donde pueda en un 4×4 desvencijado y luego seguiremos caminando.

Cuando ya estamos en el monte, vemos abajo una especie de carretera
bordeada por una valla y un jeep aparcado, con un soldado uniformado y
armado a su lado. El soldado nos llama desde abajo y el palestino le
responde en inglés que tenemos permiso para recoger aceitunas tres días.
Parece que esto es suficiente y empezamos a recoger aceitunas, pero a los
pocos minutos llama otra vez y nos damos cuenta de que son dos soldados
avanzando con sus armas hacia nosotros. Dos chicos de los extranjeros
bajan a hablar con ellos a decirles que tenemos permiso. Les hacen esperar
junto al jeep mientras hacen sus llamadas para comprobar si dicen la
verdad. Cuando se quedan satisfechos, nuestros compañeros vuelven con
nosotros y seguimos trabajando, avanzando hacia la parte más ‘peligrosa’
de la parcela, cerca de una valla. Según nos acercamos nos damos cuenta de
que esta valla separa tierras palestinas de las tierras que corresponden
al asentamiento judío de lo alto de la colina, que queda a unos
ochocientos metros de donde estamos. En esa distancia, hay otras dos
vallas separando ambas zonas – total, tres vallas protegiendo a los
colonos de los campesinos palestinos.

Pensamos que la valla que tenemos cerca tienen sensores electrónicos
porque diez minutos después de trepar al árbol más cercano a ella viene un
jeep militar, subiendo por el camino que nos queda al otro lado de la
valla. Sube y baja varios metros varias veces y después se va. A los cinco
minutos vuelve el jeep, esta vez seguido de otro jeep, este blanco. Se
bajan varios hombres de los jeeps, algunos con uniforme militar, otros con
ropa de calle, todos con metralletas. Uno de paisano le dice a una
compañera mía que se acerca. Ella duda – la norma es no hablar con los
colonos porque estamos con palestinos que no hablan inglés, y no saben qué
les podríamos estar diciendo, lo único que ven es una conversación
amigable con la misma gente que les roba las aceitunas, les da palizas y
a veces incluso les mata. Pero el de paisano tiene un arma y repite la
orden, así que mi compañera se acerca. Al mismo tiempo, me dirá ella
luego, intenta ver el lado humano de este hombre. El tío le pregunta de
dónde es. Ella duda de nuevo, pero decide que decirle el país de donde es
no va a hacer daño a nadie así que se lo dice. Luego le pregunta su
nombre, y eso sí que no. Le dice el hombre que viene en plan amistoso y
que quiere ofrecerle galletas. Ella rehúsa educadamente y él le dice
riendo que no tienen veneno. Lo que yo no entiendo muy bien es cómo se
puede decir esto un hombre con una metralleta cargada con balas de verdad
al hombro, a una mujer que no va armada y que está aquí precisamente como
consecuencia de los crímenes que los hombres armados cometen contra los
desarmados.

Una conversación algo tonta sigue a esto sobre lo ignorantes que somos
porque recogiendo aceitunas solo se puede ver una cara de la moneda, que
por cierto tiene dos caras, sabíais? Y no acertamos a entender que
necesitan defenderse de los terroristas palestinos, porque los judíos al
fin y al cabo sólo son buena gente que tienen todo el derecho de estar en
esta tierra puesto que llevan ya muchos años viviendo allá arriba, en el
asentamiento, nada menos que desde los años 80.

Uno del grupo va a hablar con la pareja palestina a la que estamos
ayudando, que hace tiempo que se han alejado de la valla llenos de pánico,
y solo acierta a entenderle al hombre, “vosotros, aquí”. Lo cual
entendemos que quiere decir que nos alejemos de los hombres armados y nos
reunamos con ellos. Dejamos con mucha pena el árbol donde estamos porque
verdaderamente está lleno de aceitunas – aunque es bastante imposible
subirse a él debido a la maleza acumulada en los años en que no han podido
venir aquí debido a situaciones como las de hoy en las que han estado
solos – quién sabe lo que hubiera hecho este colono si los que estuvieran
en el árbol hubieran sido palestinos y no internacionales del mundo rico,
y empezamos a recoger nuestras mochilas para marcharnos. De repente unos
cuantos niños aparecen en la escena, junto a los coches. Empiezan a
gritarnos con caras agresivas, en inglés: “ I’m gonna kick your ass!”,
algo así como “te/os voy a dar una patada en el culo”; “aahh jaja jaja, os
tenéis que marchar, hemos ganado, os vais!”. Según me alejo, lo último que
oigo antes de que tiren la primera piedra es “I hope you die!” (espero que
te mueras/os muráis). Al amigo que quería una conversación amigable no se
le ve por ninguna parte, y a los soldados tampoco. Los niños siguen
tirando piedras grandes, llegando a bastante distancia. Saco mi cámara y
empiezan a moverse, saliendo de mi campo de visión, escondiéndose detrás
de árboles que quedan entre ellos y yo. Se les nota que tienen mucha
práctica en esto. Mientras nos alejamos definitivamente, se les sigue
oyendo riendo y las piedras siguen cayendo, pero ya no estamos a su
alcance.

Según vamos bajando se nos van uniendo gente, sobre todo hombres, uno de
ellos con un burro. Parece que nos han estado esperando todo el tiempo,
expectantes y con miedo de subir ellos mismos. Le ponen varios sacos al
burro y un chico se lo lleva por otro camino. Hay una camioneta aparcada y
ponen en ella el resto de los sacos (casi vacíos) y nos invitan a
subirnos. Nos dan refrescos enlatados y nos llevan al ayuntamiento donde
hemos estado al principio. Allí más hombres se nos unen algunos ancianos.
Nos dan la mano a todos y todas y el que sabe inglés nos dice que quieren
que comamos con ellos y sus familias. Cuando ya estoy aceptando (rehusar
sería poco menos que una ofensa en la mayoría de los casos) recordamos que
hemos tardado dos horas en llegar y si tenemos suerte tardaremos otras dos
en volver. Si nos ponemos ahora a comer con ellos, dada la concepción que
esta gente tiene del tiempo, se nos puede hacer de noche antes de salir, y
andar a oscuras por los parajes por donde hemos venido es definitivamente
no una buena idea. Además los dos chicos que han llegado esta mañana se
quedan a dormir aquí y ellos pueden aceptar la invitación. Nos despedimos
de ellos pues, y nos consiguen un taxi.

El taxi viene ya con más gente que también viene a nuestro barrio. Nos
acomodamos suponiendo que esta vez usaremos toda la carretera hasta allí y
que pasaremos por el control militar que puede tener colas de tres o
cuatro horas. Sin embargo, en un momento dado, uno de los pasajeros le da
dinero al taxista y le dice que pare. El taxista para. El hombre nos dice
que es mejor para nosotros bajarnos aquí y nos abre la puerta. Nos bajamos
y me doy cuenta de que estamos en el mismo sitio donde nos cogió el taxi
antes, así que solo tenemos que volver por el mismo camino que esta
mañana. Es decir: este hombre, que se le ve más humilde que nosotros, nos
ha pagado el viaje, y nos ha dejado en un sitio seguro para que podamos
seguir sin pasar por el trago del control militar, dándonos ese privilegio
que él mismo no se puede permitir. Así que allá se dirigen, al control
militar, donde se quedarán, quién sabe, dos horas, tres horas mientras
esperan poder pasar – y si les dejan pasar. Le miro al hombre llena de
agradecimiento sin palabras, el hombre me mira de vuelta con una sonrisa,
nos despedimos todos con un último saludo y con un nudo en la garganta me
echo la mochila al hombro y hecho a andar con mis compañeros.