A las 5 de la mañana o así llegaba al aeropuerto de Tel Aviv. He tenido un
pequeño susto pensando que me habían perdido la maleta, porque resulta
que, aunque te digan que las maletas del vuelo desde Londres salen por la
cinta 7, esta solo es válida si ese vuelo se hace con la compañía israelí,
pero esto no te lo dicen.

Desde el aeropuerto hay un servicio de shuttle especial a jerusalén,
consiste en una furgoneta habilitada con asientos y un espacio grande para
maletas que funciona como un taxi compartido, cada uno paga su parte al
final y el taxista lleva a cada persona a la dirección que le dicen, pero
no sale hasta que se han ocupado todos los asientos.

Quizás porque era yo la única extranjera, o quizás porque era la única que
necesitaba ir al centro, a la ciudad vieja, me he quedado la última en el
taxi. Hemos llegado al hotel hacia las 9. Lo primero que llama la atención
es la blancura de los edificios, en todo Jerusalén, lo mismo las afueras
que el centro, la zona vieja que las casas nuevas. Todas construidas de
piedra blanquísima, y todas las piedras del mismo tamaño, en todas las
casas, incluida la muralla. Luego me han explicado que es una norma,
aunque no se sabe muy bien de donde viene. El caso es que no se ve una
pizca de cemento, ni un solo ladrillo, solo piedra, y en ocasiones una
especie de escayola uniendo las piedras pero que en algunos casos ni se
ve.

Al llegar a la puerta del hostal se nos ha acercado un hombre preguntando
qué buscábamos y, al decirle el nombre del hostal donde me hospedaba, me
ha dicho que trabaja allí y me ha llevado la mochila. Después de
acomodarme, se ha ofrecido a enseñarme tiendas baratas de comida que al
parecer sólo conoce él. Yo me moría por quitarme las botas y los
calcetines para ponerme las sandalias, pero pensando que íbamos a salir
por poco tiempo y por no hacerle esperar, he salido deprisa. Error: el
tiempo no existe para cierta gente aquí. Me ha enseñado una tienda, y
luego me ha llevado por las calles de la ciudad vieja, que en el mapa
parecen calles normales pero en realidad pueden ser peatonales, llenas de
escaleras, cuestas y tiendas que literalmente salen a la calle. Ninguna
era de comida, y para cuando me he querido dar cuenta, estábamos en la
iglesia del Santo Sepulcro, el tío haciendo de guia turístico y yo con los
pies quemando después de un viaje que ha durado 12 horas. Me ha llevado
por un tour por la iglesia hasta que mi necesidad de descanso ha sido
mayor que el sobrecogimiento y el apuro de cortarle. Le he dejado claro
que lo que me apetece es perderme sola por la ciudad (quería ser mi guia
turístico durante toda la semana) pero sobre todo, y urgentemente,
desayunar, quitarme los zapatos y dormir.

Me ha llevado a una panadería donde solo había un hombre sacando pan de un
horno y pan en la calle – ni mostrador, ni caja. Me insistía en que
comprase un pan cubierto de hierbas y especias y casi me he tenido que
enfadar para que me dé un simple pan. Me he deshecho de él con relativa
facilidad para ir a la tienda a comprar aceite y leche y con la mercancía
me he ido a mi habitación a desayunar. Por alguna razón no he podido
dormir así que me he levantado, puesto las sandalias y salido a la calle.

Hay un ordenador en el vestíbulo del hostal en el que se puede usar
internet. Me he puesto a preguntar sobre las condiciones de uso y de paso
he preguntado sobre tarjetas de teléfono. El chico que me ha contestado me
ha hablado de una tienda en concreto fuera de la muralla, y hasta donde me
ha dicho me he ido, total calculo que he pasado una hora andando sin
ningún resultado, pero ha sido un buen ejercicio de estar conmigo misma
conociendo un poco de la parte exterior de la muralla, lo que parecía la
parte más occidentalizada de la cuidad en cuanto a tipo de tiendas.

De vuelta a la parte vieja he entrado en la oficina de turismo, donde me
ha atendido un argentino muy dulce en castellano – claro – a cambio de una
sonrisa. Me ha dado la dirección del consulado español pero cierran a la
una y esto era a la una menos cuarto, así que esta visita la dejamos para
mañana. De ahí he ido a la tienda de cosas religiosas (sobre todo libros)
franciscana, donde la mayoría de los libros están en castellano, a
preguntar por misas. De ahí a la oficina de información cristiana (todo
esto está en la misma plazoleta), que estaba cerrada a cal y canto. Una
señora me ha dicho que es por la fiesta, o sea que me ha hecho creer que
hoy era día de precepto. Pegado en la puerta hay un papel donde pone el
horario de servicios y misas disponibles en todo Jerusalén, y en que
idioma se dan. A las 6 y media hay misa en ingles en la iglesia de Notre
Dame, que está en la siguiente puerta de la muralla. Me pongo el
despertador en el móvil para las 5 y media.

De ahí me he dirigido a la tienda de cosas electrónicas y, como es pesada
costumbre de los tenderos, se me ha acercado uno de ellos invitándome a
entrar en su tienda. Le he dicho que ahora no puedo, que tengo prisa por
comprarme una tarjetas de teléfono para llamar a mi madre. “ah pues aquí
te espero hasta que termines”, me dice. He tardado unos veinte minutos en
comprar una tarjeta que funcione en mi teléfono y otra para hacer llamadas
internacionales baratita. Imaginaba que el buen hombre se habría cansado y
que habría otros cuatro dispuestos a darme la lata, pero allí estaba,
esperándome. “Lo siento, tengo que encontrar un teléfono” “Desde mi tienda
puedes llamar, ven yo te enseño”. Le sigo a su tienda, que está se
subiendo por una calle estrecha, y me hace sentar en una silla mientras me
ofrece té. Reuso porque lo que quiero es hacer una llamada pero me insiste
porque es su hospitalidad y “tengo” que beber algo. Me presenta a su hijo,
de unos 12 años, que se hace cargo de la tienda cuando su padre sale a
buscar clientes, y se marcha. A los diez minutos de conversación forzada
le digo a su hijo que si su padre no aparece en cinco minutos me voy a
marchar porque tengo prisa por llamar. El padre aparece a los otros diez
minutos, habla con su hijo en lo que creo que es árabe, y a los pocos
minutos me mira y me dice: “querías té, verdad?” Le digo que no quiero té,
que he venido a su tienda porque me ha dicho que puedo hacer mi llamada
desde aquí, pero obviamente eso no es verdad, así que me voy que tengo
prisa. Me dice algo rápidamente y con la mejor de mis sonrisas le digo ya
desde fuera de la tienda: “No, it’s all right, thank you” (No, todo está
bien, gracias). Le intuyo tras de mí diciendo algo y literalmente huyo de
allí, bastante indignada y con la lección aprendida: el “no thank you” hay
que decirlo antes de que les dé tiempo a ofrecerte pasar a su tienda.

Me vuelvo al hotel para llamar. Se me cae el teléfono al suelo, contra la
piedra, y se rompe la pantalla por dentro, lo que hace que, aunque
funcione, no veo los números que estoy marcando ni las letras que estoy
escribiendo en los mensajes de texto. Escribo como puedo un par de
mensajes para anunciar mi nuevo número y llamo a casa. No tengo ni idea de
lo que me está costando esta llamada.

Ahora sí, vuelvo a mi habitación y me echo a dormir y me quedo sopa hasta
que suena la alarma de las 5 y media por enésima vez – me las he arreglado
unas cuantas veces para pararla sin despertarme. Aún somnolienta, salgo
hacia la iglesia esperando que merezca la pena el esfuerzo y no llegue a
la misa demasiado tarde.

Resulta que llego justo a tiempo. La iglesia está a un lado de una
plazoleta a la que accede después de pasar por seguridad. Luego me
explicará el cura que todo el compendio es propiedad del Vaticano, así que
ese pedazo de terreno es territorio diplomático y la policía solo puede
entrar con permiso.

Entrando en la estructura que tiene forma de iglesia románica (pero con
piedra perfectamente cortada y blanca, como todos los edificios) se entra
en el vestíbulo de un hotel, y la misa anunciada en el centro de
información se celebra en una capilla en el piso de arriba, al que se
accede por unas escaleras laterales.

La capilla es toda blanca, con las paredes de esa piedra característica.
No hay bancos sino sillas de mimbre, también blancas, todas pegadas unas a
otras dejando un pasillo en medio, con lo que la sensación es la de
cualquier iglesia católica.

Al acabar la misa me acerco a hablar con el cura, que resulta que es
guipuzcoano. Salimos juntos de allí y me cuenta cosas interesantisimas.
Por ejemplo que la destrucción de Jerusalén del año 125 fue todavía más
brutal y destructora que la del 70, que hay un montón de excavaciones
arqueológicas por todo el país y que la razón por la que casi todos los
edificios de los lugares santos datan de después del año 300 es porque los
cristianos antes no tenían el poder económico ni político para construir
en tales sitios, y que antes de esas fechas tampoco se concedía mayor
importancia a los lugares exactos donde pasaron cosas porque se sabía
perfectamente donde paso cada cosa. Imagino yo que tampoco es que se
pensara tanto en dejar cosas para la posteridad.

Esto me contaba porque le comentaba yo que no ha sido muy agradable la
visita a la cripta del santo sepulcro, entre otras cosas por las
estructuras arquitectónicas de alrededor, que recuerdan más a las cruzadas
y al medievo, y a la división actual de la iglesia, que a cualquier
vestigio de la época de Jesús. Además no hay tiempo para rezar, al menos
en el sepulcro, es una gruta pequeña y las colas son grandes, así que no
está bien quedarse más de cinco minutos, y esas no son condiciones.