Al fondo de la iglesia se ponen los hombres, como en los pueblos pequeños.
Las mujeres, en el resto de la iglesia – siempre han sido mas, en número, las mujeres que los hombres. Recuerdo otro pueblo de castilla, aun más pequeño que este, donde visitamos la pequeña iglesia estando vacía y había cojines en los bancos. Luego nos enteramos de que estos cojines los ponían las mujeres del pueblo, para guardarse el sitio en el banco. Los extraños, los que veníamos de visita, debían buscar bancos donde no hubiera cojines.
En este no; aquí hay hasta una Cofradía que te da una estampita cuando vuelves de besar la cruz en Viernes Santo. También hay un coro, que significa un grupo de personas que cantan de forma muy organizada, que lo tienen, y también significa el lugar designado para ese grupo, que también lo tienen. Digo esto por que en la mayoría de las iglesias hay uno u otro, raramente ambos en conjunción. El coro tiene su propio altar, aunque no se usa ya, y cada asiento tiene una especie de mini-retablo encima, con sus filigranas, aunque de esas filigranas ya no queda casi nada porque se lo ha comido la carcoma casi enterito, y no lo restauran. Como no restauran tampoco el magnífico órgano que ya nadie toca, porque ya tienen un órgano electrónico que toca el mismo señor que tocaba hace veinte años, parece eterno.
Lo que esta igual es el río, con nuestro permiso. Sus aguas siguen viajando, eternamente, hacia el mar. Más exactamente, hacia el Ebro, que es un río más grande y poderoso que aparecía incluso en mis libros de texto. Y que sigue viajando, después de mis años, después los suyos, que pueden ser siglos, incluso milenios, quien sabe… milenios tiene ciertamente uno de los puentes que lo cruzan de lado a lado, casi sin comerlo ni beberlo. Bajo él, el agua. Me quedo mirándola e intento comprender que, en cada instante, el agua que pasa sobre esa piedra es una gota de agua diferente y nueva, pero siempre siguiendo el mismo curso, invariable, durante siglos.