Hoy vamos a otro sitio a recoger aceitunas. Se nos unen en el taxi unos periodistas. Dos de ellos resulta que son médicos, y uno de estos últimos habla árabe. Al llegar a una aldea se sube un palestino al taxi y le da instrucciones al taxista. El taxi arranca, da una vuelta a la aldea, y luego para y nos pide que nos bajemos. Nos bajamos todos y seguimos al palestino, pensando que nos llevará directamente al campo donde tenemos que recoger aceitunas, pero más bien que estamos vagando por el monte sin rumbo. Para empeorar las cosas, tenemos que esperar continuamente a los periodistas, que están más interesados en sacar fotos que en caminar. El palestino hace varias llamadas con el móvil y recibe otras tantas, todas en árabe. Comento con mis compañeros lo curioso que es que haya tan buena cobertura aquí, en el monte, con lo mala que es abajo en el pueblo, y me responden que no es de extrañar, pues hay un asentamiento judío cerca. Se
hace todo lo posible para que los colonos tengan la vida agradable – buena cobertura es una de las cosas.

Cuando el fotógrafo-médico nos alcanza, le pedimos que traduzca lo que dice el palestino. Resulta que está hablando con un activista israelí que, desde Jerusalén, está intentando conseguir permiso para que él y su familia puedan ir a recoger aceitunas. Mientras él habla, llega el otro fotógrafo, que se había quedado rezagado, diciendo que hay otra familia que nos necesita para recoger aceitunas, y que vayamos rápidamente, porque con este tío lo único que estamos haciendo es perder el tiempo. Decidimos dar al activista israelí una hora para que consiga el permiso e ir con la familia que en principio veníamos a ayudar. Mientras tanto iremos a ayudar a otras familias, pero no en ‘zona de peligro’ porque quizás en una hora tendremos que abandonarlas a su suerte y no sería justo, tendrían que arreglar tener internacionales un día entero con ellos. Así que nos dividimos y vamos cada grupo a un campo cercano a ayudar con lo que sea que estén haciendo. El grupito en el que me quedo yo para con una familia numerosa que parece bastante organizada. Los hombres se suben a los árboles, las mujeres se quedan de pie en el suelo cogiendo las aceitunas que quedan más abajo y moviendo las mantas cuando se termina con cada árbol, llevando las aceitunas al centro del campo, donde hay dos mujeres sentadas separando aceitunas y hojas. Nos dicen por señas dónde podemos ayudar y al cabo de un rato nos llaman para comer con ellos. Nos sentamos todos en corro pero los platos, en vez de quedar en el centro del círculo, quedan todos cerca de nosotros los extranjeros, y según avanza la comida los van acercando aún más, animándonos a que comamos. Me fijo en que, como resultado, las mujeres que quedan enfrente de nosotros apenas están comiendo, pero me dicen los compañeros que es mejor no pensar en eso porque son así, tienen el sentido de la hospitalidad así de desarrollado y si no lo aceptamos se van a sentir ofendidos.

Al poco de acabar de comer nos llama el palestino del principio y nos reunimos con él de nuevo. Nos dice que el israelí ha conseguido el permiso para hoy y nos lleva subiendo el monte hacia sus tierras. Mientras subimos nos vamos encontrando con hombres de su familia que se van uniendo; a las mujeres no las dejan venir porque están arriesgando sus vidas viniendo a esta parte de sus tierras y no quieren arriesgar las de sus mujeres, aunque en una hora se nos unen tres mujeres – parece que las llaman cuando ven que no hay soldados ni colonos disparando. Subimos más y nos encontramos con un río fétido de agua marronácea, casi negra. Señalando a
unos barracones que habíamos creído militares, nos explican que hace unos años construyeron esa fábrica que desprende estas aguas que les están dañando las tierras. De hecho prefieren no recoger las aceitunas de los olivos que quedan demasiado cerca del agua.

La situación más precaria que la de la gente a la que hemos estado ayudando hasta ahora hace que apenas tengan mantas y no tengan escaleras ni burro. Tenemos que meter las aceitunas directamente en los sacos, como estén, con ramas y todo, y se les nota a todos muy nerviosos y con prisas por acabar. También se nota que hace bastante tiempo que no vienen por
aquí a arreglar el monte, porque está todo lleno de matorrales que hacen difícil avanzar y los olivos están llenos de ramas inútiles que hacen imposible subirse a ellos. Al cabo de un buen rato recogiendo aceitunas en condiciones bastante precarias (yo me las pongo en la camiseta como si fuera un delantal, otra se las mete en los bolsillos de la camisa, el más afortunado tiene una bolsa de plástico…) vemos al abuelo, de 65 años, que viene a darnos apoyo moral e incluso alguna entrevista a quien se la
pide. Se deja fotografiar con paciencia y nos cuenta su historia: Este terreno lo compró su abuelo durante el tiempo del Imperio Otomano. Cuando él tenía 5 años heredó el terreno y ahora son sus hijos quienes tienen la responsabilidad sobre él, aunque cada vez lo tienen más difícil. Nadie de la familia ha podido entrar en este terreno en los últimos cinco años. El resultado es maleza por todas partes, incluso en los árboles, que tienen parásitos y ramas casi secas que impiden el paso para subirnos, casi parecen arbustos más que árboles. También notamos que alguien ha venido a robar aceitunas – los únicos que pueden entrar en esta tierra con toda libertad son los colonos, desde lo alto de la colina – porque muchos árboles no tienen apenas aceitunas en la parte alcanzable desde el suelo, y sin embargo están llenos en las partes más altas. También hay muchos
árboles quemados. El anciano nos cuenta que el agua podrida ya había matado algunos árboles, y ahora está secando otros. También nos cuenta que en el año 2000 los colonos les robaron todo lo que habían cosechado, la cosecha entera, después de lo que cuesta recogerla.

Seguimos recogiendo aceitunas y empiezo a sentirme la mano de obra barata de esta gente, porque hasta ahora lo único que estamos haciendo es recoger aceitunas para ellos, y aún no ha aparecido ningún colono o soldado, incluso en esta ocasión hemos esperado a que alguien consiga el permiso para que no haya situaciones tensas. Pensaba yo que estamos aquí para ayudar con situaciones tensas, no para acompañar una vez que estas situaciones tensas se han evitado. Se me responde que, de no haber sido por nuestra presencia aquí hoy, ese permiso nunca habría llegado.

Hacia las dos de la tarde los dos fotógrafos se empiezan a despedir y los campesinos palestinos entienden que nos vamos todos. Se miran unos a otros y nos ruegan, nos suplican que no nos vayamos aún, que nos quedemos solo una hora, media hora más, con la desesperación dibujada en sus rostros. Les explicamos como podemos que solo son dos los que se van pero nos quedamos los demás y se tranquilizan, y seguimos recogiendo aceitunas frenéticamente, entre matojos, doblando las ramas para poder llegar a las
más altas, pinchándonos con las ramas secas que ni siquiera hay tiempo para podar, sorteando zarzas y cardos y árboles arrancados y quemados.

Efectivamente al cabo de una hora se da la tarea por terminada y bajamos
rápidamente hacia el camino. Alguien ha traído un burro y le cargan con
las aceitunas, apenas serán cincuenta kilos. El abuelo se monta también en
el burro y con nosotros se queda hablando un muchacho de veinte años que
habla bien inglés porque está estudiando literatura inglesa. Nos cuenta
que es el cuarto de seis hijos, dos de ellas chicas, una de ellas también
en la universidad, estudiando empresariales. Cuando pasamos por delante de
su casa nos insiste para que entremos a comer algo y charlar, rehusamos
pero insisten más así que hay que aceptar. Entramos en una casa sencillita
pero cómoda. Las mujeres nos traen jabón para que nos lavemos las manos,
nos sentamos en la sala con tres chicos y desde mi sofá veo a las dos
hermanas, que se han quitado los pañuelos de la cabeza y dejan al
descubierto un pelo precioso. Una de ellas se sienta un momento con
nosotros, luego se va y entra una señora mayor que es la madre; nos trae
pan recién hecho con mezcla de harina integral y blanca. Nos traen té,
luego un refresco, luego un zumo, comida… mientras tanto llamamos al
taxista que nos trajo aquí esta mañana y resulta que él y uno de los
hermanos con los que estamos son muy amigos. Cuando el taxi llega justo a
la puerta de esta casa nos despedimos y nos vamos.

Al llegar a nuestra calle oímos tiros a lo lejos pero no hay gritos, así
que puede ser alguna especie de celebración. Nos vamos a casa pero según
nos alejamos de la calle principal, escuchamos música y por último vemos
una banda. Nos volvemos rápidamente y es una especie de pasacalles.
Primero la banda de música, luego más hombres y después una especie de
soldados, todos con armas, algunos con un pañuelo a la cabeza anudado, en
plan Rambo. Pero no son tan musculosos, en realidad casi todos son unos
niños. Supongo que pasa lo mismo que con los soldados israelíes, son niños
de 18, 19 años.

A los soldados les sigue una pequeña procesión. Dudamos si les seguimos o
no y para cuando decidimos que el hecho de ser algo interesante de ver es
una razón para seguirles, ya se han alejado demasiado. En vez de correr
tras ellos, intentamos adelantarles por entre las calles. Siguiendo el
sonido de la música, llegamos a una especie de plaza rodeada por una
valla. Nos quedamos fuera de la valla en plan espectadores e intentamos
seguir lo que sucede. La procesión ya se ha asentado en sillas blancas de
plástico, habrá unas seiscientas o setecientas personas. Casi todos son
hombres, excepto unas cincuenta o sesenta mujeres de pie en unas gradas
laterales. Acaba la música y varios hombres hablan, más bien gritan, desde
un podio con micrófonos. De vez en cuando los tíos con metralletas las
disparan al aire.

Detrás de nosotros hay un muro y sobre ese muro hay unos chiquillos
haciendo chiquilladas. Empiezan tirando piedras, luego escupen a todo el
que pueden, y siguen luego con más piedras. Cuando nos cansamos de
escuchar algo que no entendemos y de recibir pedradas nos vamos y
preguntamos a un conocido lo que estaban diciendo. Nos responde que cosas
como que deberían ir a los asentamientos colonos y echarles a todos, cosas
así.

No se muy bien qué conclusión sacar de lo que acabo de ver y oír. Por una
parte es un espectáculo de machotes, con sus pañuelos a la cabeza, sus
metralletas… Por otra parte, toda esta gente ha crecido en un campo de
refugiados, probablemente cuando aún era un campamento de carpas, sin
agua, sin comida… y saben que no están en la situación en la que están
por casualidad, saben que hay una causa concreta, que antes de la
ocupación sus familias tenían vidas dignas y desde que empezaron a llegar
soldados sus familias fueron perdiendo sus tierras para que el estado
israelí construyera asentamientos judíos, y sus familias perdían más
tierras para construir carreteras que sólo los colonos que se habían
asentado en sus tierras tenían permiso de usar… Estos chavales y sus
familias viven bastante hacinados en casas que no dejan de ser
provisionales, sin agua caliente, sin calefacción en casas heladoras, con
desagües que dejan mucho que desear (vivimos en una de estas casas así que
sabemos de lo que estamos hablando) y calles sin aceras ni asfalto, solo
tierra que se embarra con agua que sale de cualquier parte. Al menos
nosotros nos vamos, incluso podemos ir a Jerusalén a tomar un descanso y
una buena ducha y volver otra vez, pero a esta gente hasta se le niega el
permiso para ir a aquella ciudad, aunque tuvieran el dinero del billete de
autobús. Se quedan aquí día tras día, algunos yendo al colegio o la
universidad, sabiendo que no hay ningún puesto de trabajo aquí para ellos,
otros trabajando con sus familias en lo que puedan… todos, incluso los
niños de ocho o diez años que nos preguntan “what’s your name!”, todos
quieren ser “fighters”, señalando las fotos de los luchadores muertos que
cuelgan ahí en lo alto, entre los edificios, en medio de la calle.