Hoy es día de visita. Un montón de nietos de la madre de H. vienen a verla. Han tenido que venir andando, cruzando la carretera que hace de muro.
Los chicos mayores sólo dicen hola y algunos se me quedan mirando. Los más pequeños me ignoran y besan a su abuela con veneración. Uno a uno la besan primero en la mejilla, luego en la mano, y luego agacha la cabeza para poner la frente sobre esa misma mano que acaban de besar. Entonces la abuela les pregunta quién es, y ellos contestan, y la abuela asiente. Así se repite el ritual con todos los nietos que han venido a verla.
En medio de la visita, llegan unos hombres adultos y se quedan de pie, hablando. Miro a H. y me dice que estos también son primos suyos y nietos de su madre. Uno de ellos me mira y dice, «colonos». Me levanto pensando que ahora me llevarán a donde sea que los colonos locales estén causando problemas. Con su inglés básico dice, «no, ahora no , hace días». Me siento de nuevo en el suelo.
La situación en Kawawis es muy similar a la de Yanoun. Hace unos años los colonos acosaron al pueblo con tal saña que los palestinos huyeron, y sólo accedieron a volver con la condición de que hubiera internacionales continuamente. Sin embargo, como sólo hay un pozo para todo el pueblo, y no nos podemos lavar mientras estamos aquí, los internationales nunca nos quedamos más de tres días seguidos. Y como a nadie se le paga por estar aquí, ni siquiera gastos de viaje ni comida, es muy difícil proveer más de un internacional cada vez.
Cinco veces al día se va la mujer mayor a la habitación donde dormimos todos para rezar. Cada vez, H. se queda conmigo, y cuando vuelve su madre entonces va ella. De tal forma que nunca me dejan sola.