D. se va por unos días. Se va a ver a R., a la cárcel que Israel tiene justo al lado de la frontera con Egipto, en la punta sur del país, al otro lado del desierto. R. va a ser deportado por quedarse en el país mientras esperaba a su cita para renovar su visa y ayudar a las niñas de este barrio, como hacemos ahora nosotros. Yo me iré antes de que D. vuelva de visitar a R. así que intercambiamos direcciones y nos despedimos.
Me tomo unas horas libres y me decido a hacer turismo, como hice en Jerusalén.
De nuevo paso por el mismo control militar que usé cuando vine aquí, solo que en la otra dirección. El soldado que está fuera, antes de entrar en el control-ataúd, me pregunta, «por qué estás aquí?» Quedo unos segundos sin contestar, intentando adivinar si me lo pregunta en serio o para hacer una gracia, y para darme un poco de tiempo, le contesto: «porque quiero pasar al otro lado». Me insiste, con un inglés bastante básico, «No, por qué estás aquí, en Palestina, en Hebrón». Sin saber aún con qué intención me pregunta, le contesto: «porque defiendo la vida». «¿De verdad?», pregunta con un absoluto desinterés. Me mira y le contesto: «Mira ese lado (le señalo al asentamiento israelí), todo es muerte, silencio. Escucha ese otro lado (le señalo la parte libre de Hebrón, al otro lado del control-ataúd), se oye vida. Vosotros traéis muerte a Palestina, donde no hay colonos ni soldados ni israelíes, hay vida y alegría, donde hay israelíes, sólo hay silencio y muerte.» «Estoy de acuerdo», me dice. Ahí sí que no sé de qué va este tío. Le dejo ahí con su metralleta, y sigo mi camino.
Paso el control que más bien parece un ataúd con cristales y cuando llego al final de la calle vacía me siento verdaderamente como si saliese de una tumba donde he estado enterrada viva, de vuelta de pronto al mundo ruidoso, cegador y colorido de los vivos. De hecho es extraño salir al resto de Hebrón y ver que ahí hay vida normal, que la forma normal de vida no tiene por qué consistir en constantes humillaciones y odio.
Segun salgo de la calle sepulcral, pues, siento que esto podría ser un rincón más de la parte vieja de Ramala, o de Jerusalén, aunque, quizás sea por el contraste de nuevo, me parece que tiene muchos más contrastes y colores – y ruido. Sobre todo, el ruido. Es como si la ciudad a la que aún se le permite tener algo de vida dentro quisiera recordar, por medio de este ruido, a la ciudad estrangulada, que aún hay vida en esta parte, que aún hay esperanza, que la ciudad moribunda no está ni sola ni olvidada.
Giro a la derecha, hacia la mezquita, y de nuevo veo, a mi derecha, un muro alto, aburrido y sobrecogedor («el» muro) y unas cuantas torres de vigilancia con soldados dentro. Me acuerdo entonces de que tras este muro está el asentamiento ilegal israelí cuyos habitantes tanto aterrorizan a nuestros vecinos.
Los palestinos que me cruzo por el camino parecen ignorar este muro. Parece que están acostumbrados, quizás resignados a él. Lo que no se puede ignorar es que, segun se avanza hacia la ciudad vieja, incluso en este «lado» donde se supone que rige la autoridad palestina, las calles se hacen de nuevo gradualmente más silenciosas y sepulcrales, aunque no haya controles militares ni soldados israelíes por las calles, hasta que llega un momento en que «es» como al otro lado del muro también, con todas las tiendas cerradas, las puertas pintadas de verde, y con «estrellas de David» pintadas en negro. Me estoy acercando a la mezquita de Ibrahim y la sinagoga de Abraham.
Al final de la calle hay una especie de reja exactamente igual a la de Qalandia y otros controles militares. Hay soldados guardándola, en este lado y en el otro. Algunos están dentro de unas cabinas desde las que accionan la puerta giratoria hecha de hierros. sólo mirándolo desde fuera, se puede adivinar que tiene que ser realmente claustrofóbico al pasar por la puerta giratoria.
La puerta tiene tres «alas» que dejan un espacio entre ellas sólo suficiente para una persona no muy gorda, ni siquiera una cada persona con equipaje abultado. Exactamente como Qalandia, solo que esto está en medio de la ciudad. A los lados hay paredes de hierros como redondas, de modo que las «alas» de la puerta se meten entre estos hierros. Si la puerta se atasca, realmente no hay rendija por donde salir, pues te quedas atrapado en un cubículo sin posibilidad de salir por los lados ni por arriba. Fig antes 32
Entro en la puerta y efectivamente, sólo hay suficiente espacio para mi cuerpo. No puedo extender los brazos, ni siquiera poner las manos en la cintura. Mi cuerpo segun estoy, de pie, con los brazos pegados al cuerpo y sin ninguna bolsa, ocupa todo el espacio disponible. Tengo rejas por todo alrededor de mi cuerpo excepto bajo los pies. Hay rejas incluso encima de mi cabeza. Durante los largos segundos que tarda la puerta en girar y dejarme libre de ese cubículo, paso por un espacio diminuto y dando pasitos cortitos, de unos cinco centímetros cada uno, para evitar que los hierros me arañen los tobillos.
Detrás de mí hay unas veinte niñas vestidas con uniformes de colegio acompañadas de algunos profesores. Una vez que estoy en el otro lado, discretamente me quedo a unos metros de la puerta en cuestión para ver si a estas niñas también les hacen pasar por el mismo proceso. Y les hacen pasar.
Me quedo unos minutos más y veo lo que secretamente me estaba temiendo pero deseaba que no fuera cierto. Detrás de las niñas pasa un hombre y, cuando está en el cubículo claustrofóbico, de pronto la puerta se atasca y queda el hombre atrapado ahí unos cuantos segundos. El hombre se queda pasmado mirando los hierros que tiene alrededor, casi pegados a su cuerpo, e intentando hacer que la puerta siga girando. Al final la puerta cede y el hombre puede salir. Me quedo un poco más hasta que entran varios hombres, y observo que se lo hacen a unos cuantos hombres más, al azar.
Nadie dice nada, todo ocurre en silencio. Pero es evidente que ese atascarse de la puerta no es casualidad y está controlado por algún soldado en alguna garita. Pensando en toda la operación, me parece inútil si se «usa» para identificar terroristas, pero muy efectiva si el objetivo es una humillación más.
Tomo algunas fotos y sigo mi camino hacia el templo de varias fes. Hay unos cuantos palestinos esperando a entrar, haciendo cola. Me pongo al final de la cola pero los soldados a «cargo» me indican con signos que puedo colarme. Supongo que han notado que soy turista y no quieren que me lleve una mala imagen de ellos a mi país.
Entro en una habitación pequeña donde hay de nuevo varios soldados con sus metralletas enormes sobre el pecho y me preguntan si soy judía, cristiana o musulmana. También me preguntan muchas más cosas y les pregunto, «¿por qué me están haciendo tantas preguntas?» porque es la primera vez que me hacen tantas preguntas a la vez. El soldado se pone gallito al instante y me salta, «Bien. Pasaporte.» con un ademán de mando con la mano.
Intento desconectarme de una confrontación que resultaría demasiado familiar y me recuerdo que soy una turista extranjera que está visitando el cuarto sitio sagrado más importante para la religión islámica y el segundo para la judía. Así que aunque estoy naturalmente sorprendida por la intensidad del interrogatorio, también estoy naturalmente acostumbrada a que me pidan el pasaporte. Se lo doy al soldado, lo mira, me lo devuelve sin mediar palabra y murmuro, «¿Y ahora qué?», esperando una respuesta como «Estás detenida», o «arrestada», o algo por el estilo. En vez de eso, me dice: «Tienes que esperar». Mira a otro soldado en una pequeña oficina separada de donde estamos por unas puertas como de cristal. Ese soldado está al teléfono. Miro a otro lado, a las paredes, como disfrutando ya del edificio que voy a visitar, y en un momento dado el primer soldado dice, «puedes pasar».
Me señala una puerta por la que paso a un pasillo estrecho y claustrofóbico. Al principio de este pasillo hay una puerta a un lado, con caracteres hebreos pintados, y una pequeña ventana que permite ver lo que hay al otro lado de ella. Veo un hombre con sombrero negro, gafas y tirabuzones a ambos lados de la cara, que me mira con cara de pocos amigos. Sigo andando por el pasillo y me doy cuenta de que no me van a dejar visitar la parte judía del edificio.
El pasillo termina en una sala grandísima donde hay dos palestinos que me miran sonriendo. Se me acerca un tercero también sonriendo haciéndome gestos de que pase. Sin embargo a donde señala para que vaya no es la siguiente puerta, como habría esperado, sino un armario junto a esa puerta. Lo abre y veo un montón de capas colgadas de unos ganchos, todas con capucha, de tallas muy parecidas, y todas del mismo color marrón muy oscuro.
Agarra una de las capas y me ayuda a ponérmela. Me siento como si de repente estuviera en una cueva, solo que realmente pequeña, con las paredes hechas de una tela suave que se pega al cuerpo, pero una cueva al fin y al cabo. También se me invita a dejar los zapatos en un rincón habilitado al efecto. Descalza, entro por la puerta que me indican los hombres sentados.
La sala en la que entro es ya una sala dedicada a rezos. Se divide en dos especies de «secciones». Una parece un pasillo ancho que va desde la puerta desde la que he entrado hasta otra puerta al fondo, al otro lado del pasillo, frente a mí. Esta sección es como un pasillo de unos cinco metros de ancho. A la derecha del pasillo está la pared, y a la izquierda se extiende una sección mucho más amplia que está cubierta por lo que parece una alfombra gruesa, o quizás varias capas de alfombras, formando un piso elevado con respecto del pasillo sin alfombra unos cinco centímetros. La parte alfombrada es la parte principal de la habitación y tiene muchas columnas; la no alfombrada más bien es sólo un pasillo entre las dos puertas y no tiene una sola columna. No hay un solo mueble, ni bancos ni sillas donde sentarse.
Sólo veo hombres en actitud de meditación, arrodillados o sentados en el suelo, aunque con ropa de calle. La atmósfera es de mucho recogimiento, y tener la cabeza cubierta con esta capucha marrón, viendo todo a través de la apertura que permite la capucha, contribuye a este sentimiento de pequeñez y recogimiento.
Me pasa por la cabeza la pregunta de por qué se tendría como inapropiado ayudar también a los hombres a tener este sentimiento con una capa con capucha, aunque la verdad es que personalmente no me siento incómoda con ella. Me siento privilegiada al poder visitar un templo de una fe a la que en principio no pertenezco. De hecho me hace preguntarme por qué no se tendrá esta costumbre en otras religiones también, de ponerse un algo especial a la puerta del templo para hacerse plenamente consciente de que el sitio al que vas a entrar es especial.
Me arrodillo en la escalera que forma la diferencia de altura entre las dos secciones y me viene a la cabeza lo que ha ido pasando en las pasadas semanas, sobre todo la última, y acabo reflexionando que a lo largo de la Historia, tantos de los mayores crímenes de la Humanidad, se siguen cometiendo «en Nombre de Dios».
La capucha se empeña en caerse de mi cabeza y acabo no preocupándome por ello. Se cae otra vez a mi espalda pero esta vez no la pongo de vuelta sobre mi cabeza. Nadie parece que lo haya notado; nadie dice nada.
Finalmente salgo de la zona alfombrada, devuelvo la capa, me pongo los zapatos y salgo de nuevo a la calle.
Una vez fuera, la cola de espera que he visto antes es ahora más corta, pero unos cuantos chicos están aún aquí, esperando desde que yo he saltado la cola. Les pregunto si están detenidos y me dice uno que no, pero añade que llevan intentando entrar en la mezquita dos horas y no les dejan entrar. Le pregunto al soldado israelí y me contesta sin querer contestar que está esperando algún tipo de confirmación de alguna parte. Les deseo suerte y prosigo hacia la calle, pero parece que se han cansado de esperar y se vienen conmigo. Me doy cuenta de que hablan entre ellos por signos. El que me habla me cuenta que son chicos sordomudos y él es el monitor. Hoy habían querido ir a la mezquita juntos pero no les han dejado entrar. Otra humillación.
K. me llama por teléfono para pedirme que vuelva a casa en cuanto pueda porque ha sucedido una «mini-krystalnacht». Cuando llego a casa me encuentro con que tenemos que ir a la casa de un vecino a sacar fotos de los estropicios que le han hecho algunos colonos durante mi ausencia. Básicamente, después de oír ruido de cristales rotos, se han encontrado con todos los cristales de la ventana del salón rotos y con trozos de cristales por todo el suelo. Los vándalos se han dejado la barra de hierro con la que han roto todas las ventanas de su casa.