Hoy es mi último día en Hebrón y me despido de la casa donde nos hospedamos con un «tour». Es una comunidad de vecinos y la parte más interesante es la azotea. Aquí se guardan los bidones que se usan para suministrar de agua a todos los vecinos.
Desde aquí se ven otras azoteas, algunas más elevadas que esta, todas palestinas. En una de esas azoteas más elevadas que la nuestra hay un puesto de vigilancia del ejército israelí, con su garita y una especie de cortina que pareciera una red de pescar, de color verde militar. K. explica que lo tienen ahí ocupando ilegalmente, pero sin autoridad competente a la que acudir, nada puede hacer la familia que vive ahí para intentar impedirlo.
También me señala K. el bidón que está ahí tirado en un rincón del tejado. Es obvio que los agujeros que tiene son de disparos. Me explica K. que los soldados y los colonos, que también están armados, deben de aburrirse terriblemente y se entretienen de vez en cuando disparando a los bidones, que quedan inútiles y las familias que viven en la casa se quedan sin agua el tiempo que se tarde en cambiar los bidones.
Mirando hacia la calle, abajo, se ve, aparte de las garitas, que también se ven cuando estamos abajo, algo que tendemos a obviar pero que desde aquí salta a la vista: la calle levantada justo junto a la entrada de las casas. K. explica que es una más de las humillaciones. A veces, simplemente, llega una de esas máquinas de las que en un país normal se usan cuando hace falta reparar una tubería que va por debajo del asfalto. Aquí llega la máquina, levanta la calle, no repara nada, y deja la calle levantada permanentemente, dejando a quienes vivan en esa casa amargados, teniendo que trepar por los escombros cada vez que tienen que salir y entrar en la casa. A veces la familia puede permitirse el lujo de arreglarlo. A veces, no. Fig antes 35
Después de hacer la ronda de la mañana y desayunar, me voy a la calle de abajo, camino del control militar en forma de sepulcro con espejos, y hacia la parte viva de la ciudad.
En el control militar hay un niño retenido y le preguntamos al soldado por qué. Nos dice que llevaba un cuchillo con una hoja de seis centímetros de largo y le tiene que detener porque a los palestinos no se les permite andar armados. Esperamos diez minutos y, como no le suelta, le preguntamos que nos enseñe el cuchillo. El soldado nos enseña una bolsa de plástico. Dentro hay, efectivamente, un cuchillo de cocina, dentro del envoltorio en el que se vende en la tienda. La hoja tendrá tres centímetros como mucho. D. le dice al soldado que claramente este chico viene de hacer un recado para su madre, que le habrá mandado que compre esto, y que si hace falta, vamos a traer a la madre. El chico asiente, mirando al suelo. El soldado suelta al chico y cuando nos alejamos nos dice que lo ha hecho adrede, para que le detengan y lo lleven a la cárcel donde está su padre, para poder estar con él.
Normalmente no suele haber más soldados de los necesarios, pero hoy me encuentro con un vehículo militar de los que llevan soldados de un lado a otro, por la misma calle por donde a los palestinos no se les permite circular más que con bicis o burros. Los soldados se quedan mirándonos desde la ventana trasera del vehículo y sonríen con sarcasmo mientras nos dicen adiós con la mano. No suelen hacer esto pero imagino que el incidente de anteayer les pareció gracioso y me han reconocido.
De aquí me voy a Kawawis, donde D., J., A. y otros ya han estado. A veces suena como «Kaguagüis», otras veces como «Ka-o-ís», y otras como «ku-is», dependiendo de quién lo pronuncie. Es demasiado pequeño para andar preguntando por un servicio hasta ese pueblo desde aquí; tengo que preguntar por Yatta y luego cambiar allí.
Mi primera «parada» es el centro de Hebrón, donde tengo que encontrar un servicio de taxi a Yatta. Una vez en la zona de los taxis pregunto y un hombre que habla inglés me responde con una pregunta, «Vas a Kawawis, ¿no?» «¿Cómo lo sabes?» «Todos los extranjeros que preguntáis por Yatta, vais a Kawawis». Por supuesto. No soy la primera ni seré la última. El hombre me consigue un taxi y me monto.
No hay incidentes en el viaje, incluso no hay controles que nos obliguen a bajarnos del taxi. Hasta que nos acercamos a Yatta. Un colono israelí conduce su coche como loco, sin respetar la señal palestina de «stop», casi matando a un grupo de colegialas palestinas y luego haciendo violentos gestos con la mano al conductor palestino que de hecho se ha parado para evitar un accidente.
Una vez en la calle principal de Yatta, que está llena de chicos y hombres palestinos, voy de tienda en tienda, tratando de asegurarme de que compro comida suficiente para los tres días que voy a quedarme allí. Me han dicho que Kawawis es sólo un puñado de casas, sin tiendas.
Se me acerca un señor con barba: «¿A Kawawis? ¿Si? Yo te llevo». Para cuando acaba la frase se ha formado un corro de unos diez hombres a nuestro alrededor. Me dice el tipo que me lleva por veinticinco shekels. Me habían dicho que serían cinco así que le digo que me lo voy a pensar, pero tampoco es que me queden muchas opciones, puesto que es el único taxi que se ve por aquí. Compro algo más de comida, que él me ayuda a comprar y cargar, y nos montamos en su furgoneta. Es la primera vez en Palestina que me monto en un taxi yo sola.
Me lleva por carreteras llenas de montículos de piedras irregulares y «roadblocks», que consisten en bloques de piedra de uno a dos metros cúbicos puestos en medio de las carreteras para hacer el trasporte motorizado imposible. La furgoneta los sortea a duras penas, y en uno de ellos me grita por encima del atronador ruido del motor y las piedras bajo los neumáticos: «¡Esta carretera, destruida por Israel!». Lo cual es una observación muy útil, porque, sin esta información, sería fácil asumir simplemente que nunca existió ninguna carretera, ni la intención de hacerla, y lo que estamos siguiendo es sólo el rastro que han dejado otros coches, o que alguien empezó a construir una carretera pero en mitad de la tarea se cayeron estas rocas y no se pudo terminar…
La furgoneta llega hasta una carretera perfectamente asfaltada que corta esta por la que vamos, como casi todas las carreteras israelíes cortan de cuajo muchísimas «carreteras» palestinas, dejando a la gente aislada. Parece que ésta antes llegaba hasta Kawawis porque se ve un camino de cabras parecido a éste al otro lado de la carretera israelí, que llega hasta un grupo de casas que imagino que es Kawawis. Pero ahora Kawawis está totalmente aislada y sólo se puede llegar a ella andando.
El taxista hace ademán de acompañarme pero cuando ve que me dirijo derecha a la carretera israelí se disculpa: «Peligroso», dice. Comprendo perfectamente. No puede ni acercarse. Como potencial terrorista que es, y puesto que la vida palestina no vale demasiado aquí, su mera presencia cerca de una carretera israelí justificaría de sobra que le den un tiro en la cabeza.
Así que allá me voy yo, con mi melena suelta como «prueba» de que no soy palestina, por lo tanto no soy terrorista, por lo tanto no pueden matarme e irse ricamente de rositas. Una vez en el arcén de la carretera tengo que ver a L., que cogerá este mismo taxi para llegar a Yatta.
Camiones, grandes autobuses y coches, algunos militares, pasan a gran velocidad por esta carretera a la que no la corta nada ni nadie. Imagino que sus pasajeros se preguntarán de dónde demonios salgo y a dónde demonios iré.
L. y yo por fin nos vemos de lejos y corremos a encontrarnos. Me enseña la casa donde me hospedaré, me da la llave, la llevo al taxi y se monta en el taxi con sus bártulos. Yo me quedo sola en lo que parece el medio de ninguna parte. No hay ningún indicio de vida, aparte de las huellas del taxi en el camino de cabras por donde hemos venido.
Cruzo por fin la carretera por última vez en unos días, en un momento en que no pasa ningún vehículo. Y, al final de la carretera, sin poderse ver desde aquí, está el asentamiento ilegal israelí, con sus barracones y con su muerte.
Después de caminar unos diez minutos llego junto a unas construcciones de no más de dos metros de altura cada una. La más grande es de un grisáceo oscuro, cuadrada; las demás son en plan iglú, solo que de piedra. Al dar la vuelta a uno de esos «iglús», me encuentro a dos mujeres, una muy vieja y otra algo más joven, y un hombre, cuya edad podría estar entre las de las dos mujeres, sentados en una especie de plataforma, tomando té y mirándome. Parece que me estuvieran esperando. Me dan la bienvenida, con las poquísimas palabras que saben decir en inglés, y me dan a beber el té más dulce que he probado nunca. Así que aquí me quedo, sentada en el suelo de esta plataforma con la mochila y la compra en el suelo.
Gracias a los grandes esfuerzos que hacen para hablarme en inglés, me entero de que la mujer más vieja y el hombre son matrimonio y la mujer más joven, H., es su hija soltera. Parece que tuviera unos cincuenta años, con algunos dientes de oro y otros simplemente ausentes. Sólo tiene treinta.
Después de dos vasitos de té les indico mis cosas y la llave que me han dado. A su vez ellos me indican el iglú que he venido rodeando y se quedan ahí, mientras yo entro en la casa-iglú cuya puerta abre la llave que me acaban de dar. Se compone de piedras una sobre otra, haciendo una pared circular, con una lona cubriendo la única habitación resultante.
Casi todas las «casas» son así, o lo parecen desde fuera. Esta tiene varias colchonetas y mantas, lo justo para dormir aquí. L. ha dejado algo de pan y algunas galletas. Junto a la comida hay un cuaderno donde la gente que ha estado aquí antes que yo ha ido anotando «incidencias». Todas hablan de colonos maltratando palestinos y de soldados no haciendo nada al respecto; una que resalta del resto habla de colonos quemando todo un bosque de olivos.
La gente ha ido firmando lo que ha escrito y reconozco algunos nombres. Son gente con la que he estado en otros lugares de Palestina, y me los imagino aquí, en esta misma casa, en la plataforma tomando té, o levantándose a las seis de la mañana, como cuentan, para ir a acompañar al señor mayor con el rebaño de ovejas. Es casi como si estuvieran todos aquí conmigo ahora.
Termino de leer el cuaderno y al dirigirme a la puerta para salir me fijo en el cartel fijado a ella, hecho a mano, que es un mapa explicando la zona. Fig antes 36
Hay tres asentamientos. Segun se mira hacia el valle, dando la espalda a la carretera para colonos israelíes, uno está a la izquierda, otro a la derecha, ambos sobre las colinas, y otro también a la derecha, pero detrás, al otro lado de la carretera, y ése no se ve a simple vista.
Los garabatos que se ven entre los dos asentamientos y Kawawis en el mapa hecho a mano indican un campo de olivos y la casa de una familia, allí sola, frente a los dos asentamientos. Si hubiese venido con alguien más, uno de los dos habría ido a visitar a esa familia para que no se sientan tan solos ante el peligro. Pero como he venido yo sola, las instrucciones son quedarme cerca del grupo mayor de casas, sin visitas ni salidas con los rebaños por la mañana, como han hecho otros internacionales antes que yo. Yo debo quedarme aquí fácilmente localizable. De todas formas esas salidas normalmente serían hechas sólo por un voluntario, no una voluntaria, pero esa es otra historia.
Al salir de la «casa» me encuentro a H. y a una niña sentadas a la puerta, fuera. La niña sabe algo más de inglés que H. y dice que es su sobrina. Les invito a comer conmigo pero no entienden. H. se va y su sobrina se queda, y por señas le invito a entrar. Empiezo a comer y le doy algo y comemos algo juntas. Me pide pan para llevar a su hermano, le doy algo de pan, y me pide algo más, ahora para su hermana. Le ofrezco también humus y me pide galletas. Al cabo de un ratito se pone unas cuantas galletas en los bolsillos y se va, con el bocadillo de humus en una mano y pan solo en la otra, y me quedo con la certeza de que esta gente pasa hambre.
Por la escasez de comida que pasan se nos dice que al venir aquí comamos solos en vez de comer de su comida con ellos, así que sigo comiendo sola. Pero al poco viene H., que me indica con gestos que vaya con ella a su casa. Le indico la comida y me ayuda a recogerla. Normalmente no se debe llevar comida a donde te invitan; se considera una ofensa; sería como decirles que no valen lo suficiente para alimentarte. Pero esta familia la recibe con una sonrisa y todos comemos de su comida y de la mía.
Al acabar de comer, y después del té, H. se pone a fregar los cacharros con una cantidad de agua asombrosamente pequeña, con un estropajo raro y una pastilla de jabón de aceite de oliva.
Me levanto para ir a mi cueva a dormir pero no me van a dejar: «dos, bien, uno, no bien», que quiere decir, supongo: dos [pueden dormir] bien [en la casita, pero] una [sola] no [es] bueno, [es demasiado peligroso]. Y, aunque me siento bastante incómoda con el ofrecimiento, no me apetece nada quedarme en esa cueva sola yo toda la noche sabiendo que los soldados de la garita de la colina saben que yo soy la única extranjera aquí.
Así que vamos a la casita-cueva donde se supone que me hospedo yo y cogemos los colchones y mantas que usaré en su casa.
La habitación donde vamos a dormir parece un poco multiusos; hay un montón de colchones apilados en una esquina y van cogiendo uno por uno, distribuyéndolos por toda la estancia, pegados a las paredes. Ha aparecido un chico de unos veinte años aunque, conociendo cómo va envejeciendo aquí la gente, lo mismo tiene quince. También es sobrino de H., que siempre está sonriéndome, siempre intentando conversar lo más posible con nuestras más que limitadas habilidades lingüísticas, y que ha empezado a decir que soy su «hermana». Cualquier cosa.
H. dice sus oraciones y, de nuevo sonriendo, se echa a dormir en un colchón junto al mío, con el pañuelo puesto en la cabeza. Me la quedo mirando esperando verle el pelo pero no, no se quita el pañuelo. Se va a dormir exactamente con la misma ropa con la que anda por casa y alrededores. Pensándolo bien, no he visto un solo mueble en esta casa, así que probablemente ninguno de ellos tendrá ninguna otra ropa que la puesta.