Todos los días antes de desayunar hacemos la «ronda matutina». Bajamos a la calle y, junto a otros «observadores de derechos humanos internacionales», nos apostamos a los lados de las calles por las que pasan palestinos y que quedan más cerca de los asentamientos israelíes ilegales. Cuando los niños ya están en la escuela subimos al piso y desayunamos. Después del desayuno bajamos otra vez y hacemos el turno largo, hasta que termina la escuela.

Hoy dejo esta calle cuando los niños salen de la escuela y voy cuesta arriba, más cerca del otro asentamiento ilegal israelí. Aproximadamente a mitad de camino entre los dos asentamientos que rodean este barrio palestino, hay dos «puestos» para soldados, uno a cada lado de la calle. En uno de estos puestos dos soldados tienen retenido a un chico, sin más, le piden su tarjeta de identidad y les veo como jugando con ella.

Nuestra norma es acercarnos a los diez minutos a preguntar por la razón de la retención. Primero se acerca un chico palestino al que no hacen ni caso. Luego me acerco yo. En este instante la escena cambia. Uno de los soldados se lleva al chico que estaban reteniendo dentro de la tienda de campaña y el otro nos entretiene con su conversación. Cuando le exigimos explicaciones de por qué están reteniendo al chico más de lo que el ejército estipula que se puede retener a alguien sin detenerle, nos da la espalda.

Entonces el chico palestino que se ha acercado antes que yo me explica: «los soldados le están acusando de tráfico de drogas, y le van a registrar, pero él dice que no lleva nada, y no lleva porque si llevase algo, lo habrían arrestado ya. Luego le han cogido su tarjeta de identidad, y le han dicho que si en media hora no les consigue cocaína no le van a devolver la tarjeta, y que le van a detener por no llevarla». Le miro aterrorizada. Él se encoge de hombros y dice: «lo de siempre».

Toda la gente tiene que pasar por el control-ataúd por el que yo pasé el primer día, todos los días, todas las veces que necesitan ir al resto de la ciudad, para ir al trabajo, o para hacer la compra, o para ir a la escuela. Y volver. Por supuesto quienes pueden evitarlo lo evita. Todo el que pudo permitírselo, huyó de aquí hace tiempo. Por eso la calle está tan desierta, solitaria, triste, silenciosa y muerta.

Me dice K. que la iluminación callejera es inexistente porque las farolas fueron destrozadas dos veces. En los acuerdos de Camp David se estableció que estos comercios palestinos debían estar abiertos para que la calle tuviese la misma vida que tiene el resto de Hebrón. Luego los colonos israelíes se cargaron las farolas en una orgía sabática de vandalismo y cuando vinieron los obreros para repararlas, los colonos les apedrearon, a ellos y a las farolas reparadas, así que ahí siguen, porque los trabajadores no quisieron que les siguieran apedreando. Dice K. que prácticamente cada sábado en esta calle, es una «Krystalnacht», una Noche de Cristales Rotos.

Nuestro día se acaba al oscurecer, cuando ya ningún palestino se atreve a salir a la calle. Cuando pasa algo, ya saben dónde encontrarnos.

R. viene a visitarnos y nos cuenta lo que le ha pasado hoy en el control militar. Llevaba su ordenador portátil. Se lo hicieron abrir. Lo abrió. «Del todo» le dijo el soldado, haciéndole un gesto con la mano como si estuviera manipulando un destornillador. «No tengo destornillador aquí, tengo en casa pero me lleva media hora llegar hasta allí», le contestó R. El soldado israelí se encogió de hombros. Así que a por el destornillador se fue, por que si no, se quedaba sin portátil. Y tuvo que abrir todos los diferentes componentes. La garantía ya no le vale, pero el soldado dirá que puede considerarse con suerte de que no se lo haya quitado sin más. Si el soldado se lo quita, R. no tiene pruebas de que nadie le haya robado nada, pues al cubículo se entra solo, y ningún juez israelí va a creer a un palestino. Y si un internacional va a declarar a favor de un palestino lo van a detener y deportar, y los demás soldados no van a declarar en contra de su compañero.