Salgo del piso donde me he estado quedando muy de mañana, sin despertar a nadie. No quiero arriesgarme a llegar de noche a Hebrón porque ni siquiera sé cómo llegar a mi destino, y esta vez también viajo sola. La primera parada es por supuesto Ramala: primer cambio de taxi. De ahí a Qalandia, control militar que me aseguraron ayer que pasaré sin problemas. De allí a Jerusalén y de Jerusalén a Hebrón.
Pero el taxi que nos lleva a Qalandia se para en medio de una carretera desierta donde sólo hay muchos taxis y poca gente. A lo lejos vemos unas alambradas, cortando lo que parece que queda de carretera. Nada de esto se me hace familiar, y he pasado por este control militar varias veces…
Frente a esa alambrada hay un hombre muy mayor y una mujer no tan mayor. Parecen ahí parados esperando a algo. Cerca de mí hay equipos de televisión pequeños – dos personas parece que bastan, y sus cámaras son pequeñas comparadas con las cámaras que se ponen a disposición de los alumnos en algunas universidades de Londres.
Después de filmar a un grupo de hombres que leen un papel pegado al muro que está escrito en hebreo, uno de los equipos se dirige hacia la pareja. Yo también.
Los de la tele le hacen preguntas al hombre y él les cuenta y les enseña unos papeles que lleva en unos sobres. Cuando termina de hablar y apagan la cámara, le pregunto al del micrófono qué es lo que pasa. Me dice que el control militar está cerrado porque ayer alguien atacó a un soldado, y que este señor mayor está muy enfermo, que tiene hora en el hospital y esos papeles son del médico y del hospital como prueba. Tiene la esperanza de que, por compasión, al menos a él, le dejen pasar. Pero no parece que le van a dejar en absoluto. Le pregunto al del micro qué pasa si no le dejan pasar, si no nos dejan pasar. «Dar la vuelta, ir por otra carretera.» «¿Y cuántas horas tardaremos por esa otra carretera en llegar a Jerusalén?» Mueve la cabeza, hace un gesto con la boca y responde: «Hmm… igual dos, tres horas». Desde Qalandia a la estación de autobuses de Jerusalén se suele tardar media hora, a veces menos. Pero además a mí me queda la otra parte del viaje, a Hebrón. Dos a tres horas era lo que iba a tardar en llegar hasta Hebrón.
Pero el hombre no pierde la esperanza y llama a un soldado que ve a lo lejos para hablar con él. El soldado viene, haciéndose acompañar por otro, y vienen los dos a paso lento – tienen todo el día y mucha falta de respeto. Los soldados que vienen hacia nosotros tienen exactamente la misma pinta que todos, con sus uniformes verdes, y sus brazos apoyados en unas metralletas enormes. Durante unos cinco minutos el hombre habla con ellos, les enseña los papeles, que ellos ni miran ni tocan, y tiembla. Tiembla mucho, sobre todo las manos le tiemblan, y guarda los papeles y no sabe dónde poner las manos, y las apoya en la alambradas de espinos, y llora de desesperación pensado que no va a llegar a su cita en el hospital, y se retuerce, y se sienta en el suelo… ¿Cómo va a ponerse ahora en un viaje de dos o tres horas, en su estado? Necesita ir al hospital, ¿no pueden dejarle pasar a él con un taxi?
Las voces de los soldados se han hecho cada vez más severas y ahora casi le gritan, y yo no doy crédito a mis ojos y oídos, y eso que no entiendo ni una palabra.
De pronto los soldados dejan de mirar al hombre que aún se está retorciendo y me miran a mí, y luego detrás de mí, y gritan. Miro detrás de mí hacia donde miran ellos y me doy cuenta de que se han ido acercando cada vez más hombres y ahora hay unos treinta detrás del primer grupito que nos hemos acercado al alambre. Los soldados hacen gestos con las manos para que se alejen, para que retrocedan. Poco a poco se van alejando todos, buscando taxis que les lleven a Jerusalén. Cuando todos los hombres que estaban detrás de mí y junto al alambre se han ido y sólo quedamos el hombre tembloroso, la mujer, el equipo de televisión y yo, los soldados me gritan a mí también que me vaya y me voy yo también, y se va la mujer que acompañaba al hombre también, y le dejamos ahí, temblando y llorando, mientras los de la tele parece que le intentan convencer de que no va a conseguir pasar por Qalandia, que va a tener que dar el rodeo como los demás o morirse allí mismo.
Me preguntan varios taxistas a dónde voy y les digo que a Jerusalén para luego ir a Hebrón. Me señalan un taxi que dicen que no va a Hebrón, pero cerca.
Cuando se llena el taxi nos ponemos en marcha y después de una hora de viaje, en una carretera totalmente desierta, pinchamos. El conductor nos pide que nos bajemos para cambiar la rueda y resulta que la de repuesto tampoco está en condiciones. Nos miramos todos unos a otros, pero nadie se enfada. El conductor hace un par de llamadas por el móvil y, en una media hora, aparece otra furgoneta-taxi a recogernos. No ha pasado un solo coche en todo este tiempo.
Como en todos los viajes en los que se comparte el medio de transporte, es cuando hay un contratiempo que la gente se pone a hablar, mientras que antes no nos mirábamos siquiera. Así que tampoco son tan diferentes las culturas en este aspecto.
Las mujeres hablan entre ellas en árabe. Una de ellas entabla conversación conmigo en inglés y empieza a contarme su vida. Ella viaja con su hijo, de unos seis o siete años, y se dirige a Jerusalén, donde vive su madre y donde ella nació. Cuando se casó se tuvo que ir a vivir a Ramala, donde vivía su marido, entre otras cosas porque él no tenía – ni tiene – el permiso necesario para «entrar en Israel», o sea que no puede ir a Jerusalén. Así que ella tiene que viajar sola con su hijo para poder visitar a su madre, en taxis, a cuenta de los controles militares, y a veces pasando todo el día viajando, como hoy, cuando les da por cortar las carreteras y hacer a todo el mundo dar un rodeo.
Llegamos finalmente a un paraje tan lleno de gente y coches que parece un mercado, pero sin puestos. Hay vehículos militares por todas partes y también algunos soldados a pie.
La mujer que me ha contado su vida me coge de la mano asegurándome que me va a encontrar un taxi que me lleve directamente a Hebrón desde aquí. Algunos taxistas gritan algo que suena como «Al Jalil», o «Al Khalil», que es como se dice Hebrón en árabe. La mujer me dice que el nombre de la ciudad significa «amigo» en hebreo y en árabe, habla con algunos de los taxistas y finalmente me deja con uno que, me asegura ella, me dejará muy cerca de la dirección a la que tengo que ir.
La mujer y yo nos despedimos y el taxista me dice que meta mis cosas en la parte de atrás del taxi y que me meta yo también. Me meto pero está como un horno y salgo otra vez. Normalmente no hay mucha diferencia en el número de hombres y mujeres viajando, pero hoy hay muchas menos mujeres. El hombre me dice por segunda vez que me meta en el coche. Imagino que no está muy bien visto que una mujer se quede parada, quieta, observando. Cojo la cámara y la uso como excusa para quedarme fuera. Los hombres siguen mirándome; los soldados me ordenan que no saque fotos.
Cuando finalmente se llena el taxi nos ponemos en marcha, dejando el bullicio atrás. Unas dos horas más tarde llegamos al centro de Hebrón. En ese tiempo hemos pasado un par de controles militares «itinerantes», de los que consisten en cinco soldados, un vehículo militar cruzado y unas piedras en la carretera. En estos controles no nos tenemos que bajar; los soldados sólo miran por la ventanilla y a veces ni siquiera piden documentación. Ya en el centro de Hebrón, lo que tengo que buscar es el control militar «dentro» de la ciudad. Es la primera vez que oigo esto y no me lo imagino.
El taxi nos deja en una plaza caótica llena de taxis amarillos, tiendas, gente llevando carretas llenas de frutas y verduras, y ruido. «Mucho» ruido. Esto es lo más vivo y colorido que he visto desde que estoy en Palestina. La gente habla y se grita, y los taxistas también se gritan y se pitan, discutiendo por los pocos centímetros de espacio que tienen disponibles. Las tiendas, tanto de ropa como de comida, expelen colores brillantes, alegres, descarados. El ruido es ensordecedor.
Esta parte de Hebrón, y la Ciudad Antigua, está en teoría bajo la «Autoridad Palestina». La parte donde viven los colonos, hacia donde me dirijo, está bajo autoridad israelí.
A la entrada de las calles que conducen o se aproximan a la «sección israelí» hay unas enormes rocas que impiden el paso de vehículos. Me llegan a la cintura y son perfectamente cuadradas y blancas. En cada calle hay tres o cuatro, dejando entre ellas espacio justo para una persona a pie. Fig 15 antes 25
En algunos casos, en lo que queda de calle al otro lado de estas rocas, hay tiendas abiertas, pero menos, y más pequeñas que en este lado. Pero en la mayoría, la calle está desierta y silenciosa, con todos sus portones verdes cerrados. Fig 16 antes 26
Los taxis se usan para transportar gente, y la mayoría son coches pequeños, apenas hay furgonetas. Para transportar mercancía, se usan carros de madera de dos ruedas, tirados por hombres. Es la única manera que tienen de sortear las rocas.
La calle que busco también tiene ese tipo de rocas a la entrada. Todas las tiendas al otro lado de esos pedruscos cuadrados están cerradas, y ahora sólo quedan los portones verdes cerrados. En cuanto paso estas piedras recibo una sensación de que estoy entrando a un territorio donde no soy bienvenida. La calle es, o parece, muy corta. Se acaba con una estructura de hierro que pareciera una caravana, o una casita prefabricada, que bloquea toda la calle de lado a lado, y no se puede ver lo que hay detrás. La calle está desierta, y eso que tapa la calle es el checkpoint, el control militar. Pero no hay nadie. Fig 17 antes 27
Para entrar en este control militar urbano hay que subirse a unas plataformas que hacen mucho ruido porque son de metal y no están bien sujetas a lo que creo que es la madera que las mantiene elevadas de la calle, y están como suspendidas en el aire, tronando a cada paso que doy. Luego hay dos escaleras muy altas que las personas mayores o discapacitadas lo tendrían difícil para subirlas. Luego hay que abrir una puerta metálica y luego subir y entrar al mismo tiempo.
El interior de esta «caravana» es oscuro y claustrofóbico, como un ascensor estropeado, o como un ataúd, y no se ve a nadie. Detrás de mí queda la puerta que acabo de abrir, y que se cierra sola, y delante de mí hay otra puerta que también se tendrá que abrir y cerrar sola, porque no tiene pomo. Así que ahora estoy atrapada entre dos puertas que no puedo abrir.
A mi izquierda hay una especie de mal espejo y de pronto alguien me grita desde detrás de él y me doy cuenta de que no es un espejo, sino un cristal ahumado, y que al otro lado hay otro soldado mirándome y señalando mi mochila. Le pregunto si habla inglés y me ordena que abra la mochila con un gesto de la mano, sin hablar. Le digo que sólo es ropa. Me hace otro gesto para que la abra. La abro y le enseño la superficie. Me hace otro gesto ordenándome que saque las cosas, pero no hay un mostrador para ponerlas encima, así que tengo que sacar mis cosas una por una y dejarlas en el suelo. A mitad de mochila parece que se cansa y me lo hace saber, de nuevo con un gesto con la mano. Recojo mis cosas del suelo y le pregunto «¿y ahora qué?» El soldado no me mira pero al menos la segunda puerta se abre.
Salgo de nuevo al sol y me encuentro con una calle similar a la anterior – en realidad, seguramente es la misma, solo que al ser cortada por esta «cosa», casi no se hace una a la idea. La atmósfera es totalmente diferente. Hay un silencio peor que sepulcral, como de muerte, casi sobrenatural. A lo lejos, a mis espaldas, sólo se oyen los pitidos de los taxistas, pero suenan más como un eco lejano.
A mi izquierda hay un soldado que me mira de arriba a abajo y frente a mí reconozco a D., a quien conocí en Nablus y que ahora ya me está viniendo al encuentro, y yo siento una alegría que me da ganas de saltar. Pero la atmósfera deprimente que lo invade todo puede con ello y sólo nos damos la mano sonriendo.
Me dice que está haciendo guardia, como yo haré en esta próxima semana, y como hay que hacer a diario, mientras los niños están en la escuela, pero sobre todo mientras van y vienen. Parte de la «vigilancia» es observar el control militar que por dentro parece un ataúd, y así vemos a todo el que va y viene, y cuánto tiempo retienen a cada persona. Me dice también que si quiero me quede con él, pero mejor dejar mis cosas en el piso donde nos hospedamos y recibir al menos alguna formación básica.
Para eso tengo que subir una carretera tan empinada como no he visto nunca, y luego a un cuarto piso. Allí conozco a K. y me reencuentro con otra gente que he conocido en otros lugares. K. me explica la geografía y las circunstancias de esta parte de Hebrón, y de los asentamientos vecinos que están haciendo la vida de los palestinos un infierno. Tanto que la mayoría de las casas están vacías. Sólo queda gente que realmente no tiene ningún sitio al que huir y por supuesto ninguna posibilidad de vender sus pisos, puesto que nadie querría comprarlos. Y no resisten, aquí no hay manifestaciones, dice K., sólo silencio, y una discreción enferma no vaya a ser que los colonos se enfaden. Así que nada de sacarles fotos, que no les gusta, y nada de intentar hablar con ellos tampoco. Es demasiado peligroso, son demasiado violentos.
Le pregunto a K. sobre el control que parece un ataúd y me explica que de momento es único en Palestina, pero que probablemente pondrán más. Dice que dentro hay unas radiaciones eléctricas que son malísimas para la gente en general, pero para los fetos son especialmente peligrosas. Hay muchas mujeres palestinas embarazadas y todos están preocupados, pero por supuesto esto no es preocupación para las autoridades israelíes. A veces las mujeres embarazadas piden que les dejen pasar por fuera del control-ataúd para no dañar a sus niños pero depende del humor del soldado de turno.
En la calle, al final de una cuesta arriba empinada, al lado del portal de la casa donde nos quedamos, hay dos «posiciones», o garitas, una a cada lado de la calle, cada una con uno, o dos soldados. Y algo más lejos, hacia la izquierda segun se mira hacia el asentamiento ilegal de arriba, otros dos. Y justo al otro lado, más allá, está el asentamiento de arriba, que en realidad son unas 10 casas prefabricadas puestas sobre una calle que algún acuerdo internacional había establecido, ya antes de su construcción, que debería ser una carretera de acceso para los palestinos de la vecindad. Ahora ese asentamiento ilegal bloquea la calle y sólo se puede pasar por una orilla de barro, que también está bloqueada por un alambre de espino que sólo pueden abrir los soldados. K. me explica que no podemos ni acercarnos ahí a no ser para quejarnos a los soldados cuando no permitan usar la calle a palestinos.
K. se alegra de que me vaya a quedar aquí una semana. Me explica que los peores días son los sábados, el día de fiesta judío, porque los colonos se ensañan especialmente con los palestinos en sábado.
La calle en la que me he encontrado con D. es una calle muy de paso, lo mismo para los niños y maestros, para ir a la escuela, como para los colonos, para ir de un asentamiento a otro y visitarse. Entre semana los colonos israelíes van en coche, y van como locos, que pareciera que quisieran matar a todo ser humano andante. Puesto que en la opinión de los colonos los palestinos no tienen ningún derecho a la vida, no hay razón para aminorar la velocidad si ven a uno de ellos cruzando la calle.
Los palestinos tienen prohibido ir en vehículo en estas calles. Los colonos israelíes también van andando los sábados, lo que es más peligroso aún porque una simple mirada puede enfurecerles, y llevan armas de fuego. Al menos cuando conducen van demasiado rápido para tirar a dar y acertar.
Dejo mis cosas donde parece que voy a dormir esta noche y ayudo en la «patrulla», que simplemente consiste en caminar con los niños al salir de la escuela. Casi todas son niñas porque antes esta escuela era sólo de niñas. Cuando los niños salen de la escuela seguimos «patrullando» hasta que anochece, y luego ya volvemos a casa, cocinamos y cenamos. Me hablan de las «mujeres de negro» y las «mujeres de verde». Las Mujeres de Negro (Women In Black) empezó como pequeñas acciones de apoyo en los «checkpoints», los controles militares en los que se retiene a palestinos durante horas antes de que puedan seguir sus viajes. Estas mujeres van y hablan con los palestinos en la cola, y les ofrecen té, igual algo de comida también.
Como respuesta han aparecido las Mujeres de Verde (Women In Green), para apoyar a los soldados israelíes, ofreciéndoles lo mismo en sus puestos a lo largo de los territorios ilegalmente ocupados.
Me invitan a que lea un informe con los «sucesos» más importantes en los últimos meses. Esto es un pequeño extracto traducido de este informe:
«Un grupo de «Women In Black» internacionales (es decir extranjeras) vino a Tel Rumeida con un pequeño grupo de palestinos. El grupo estaba cerca de uno de los asentamientos cuando fueron apedreados por un grupo de colonos, que utilizaron piedras y patatas. Miembros de «Christian Peacemaker Teams» (Equipos Cristianos de Pacificadores) (otros extranjeros) fueron testigos de la violencia desde la escuela de Qurtaba.
«Uno de los testigos palestinos preguntó a los soldados que observaban la violencia si iban a hacer algo, a lo cual contestaron, ‘no son judíos’, implicando que la seguridad de los internacionales no era de su incumbencia.
«A las 3:00 de la tarde, unos niños [palestinos] nos alertaron que unos niños colonos estaban apedreando a unos palestinos desde lo alto de la colina. Cuando nosotros (miembros de ISM, de CPT, y del Proyecto de Tel Rumeida) llegamos, vimos a los cinco niños colonos, de cinco a quince años, dentro de la estación del capitán protegida por una red. Tal comportamiento tan obviamente tendencioso es ilegal y es un ejemplo claro del tipo de obstáculos que los palestinos tienen que superar al intentar defender sus derechos.
«Nos dispusimos a esperar en lo alto de la colina y poco después, los niños colonos comenzaron a lanzar piedras en nuestra dirección, alcanzando a una chica local palestina de 14 años. Pasamos los siguientes 10 minutos discutiendo con los soldados para que hicieran algo mientras los niños colonos nos provocaban a nosotros y a los palestinos que estaban presentes. Finalmente, un soldado «reprendió» al que había tirado la piedra durante cinco segundos, lo dejó nuevamente dentro de su estación, y luego nos echó a nosotros y a los palestinos del área. Todos fuimos a lo alto de la colina y esperamos la llegada de la policía.
«Cinco minutos más tarde, dos de los niños colonos salieron de la estación del soldado y caminaron cuesta arriba hacia el asentamiento. En su camino, continuaron lanzándonos piedras. Los soldados apostados junto al asentamiento no respondieron, así que fuimos otra vez a decirles que algo se debía hacer sobre la violencia de los colonos. Un capitán apareció inmediatamente, diciéndonos que el área era una zona militar cerrada y que nos fuéramos. Durante la discusión subsiguiente, los niños colonos continuaron lanzándonos piedras, nos provocaron, e intentaron tomar nuestras cámaras fotográficas. Una piedra golpeó en el brazo a uno de los niños palestinos, que identificó al que la había tirado, un chico de unos 14 años de edad.
«La policía llegó más de 40 minutos después de que llamarles, aunque están estacionados a menos de 2 kilómetros. Dijeron que no podrían arrestar a ninguna persona menor de 12 años y que con estos menores, su único recurso es hablar con los padres sobre el comportamiento de sus hijos.
«Cuando dos miembros del Proyecto de TR (Tel Rumeida) se iban, uno de los soldados que estaba de servicio alternativamente nos llamó ‘dirty pussies’ (sucios maricones), hizo una broma sobre su pene, y gritó, ‘tenéis grandes tetas’.
«A las 7:30 de la tarde, niños palestinos denunciaron que dos bicis y tres carretas les fueron robadas por niños colonos. Aunque los soldados estaban presentes y observando el incidente, no hicieron nada. De hecho, uno de los niños denunció que un soldado – el mismo soldado que había permitido que los niños colonos entraran en su estación previamente esa tarde – solamente respondió cuando el niño palestino intentó evitar que el colono le robara su carreta. En esto, el soldado agarró al niño palestino por el cuello, permitiendo que el colono le robara el carro.
«Cuando llegamos, los chicos palestinos estaban sentados en la calle esperando a que llegara la policía. Mientras esperaban llegó una mujer colona. La reconocimos como Miriam Levinger, la co-fundadora de Kiryat Arba, el primer asentamiento en la Franja Oeste [Cisjordania]. Las primeras palabras que salieron de su boca fueron, ‘¿Negáis que soy descendiente de Abraham?’ La conversación continuó en la misma linea, con Miriam gritándonos, llamándonos antisemitas, y hablando de terrorismo musulmán. El encuentro terminó con Miriam gritando en árabe, ‘Tu padre es un burro, tu eres un burro, tu madre es una burra…!’
«La policía finalmente llegó más de 30 minutos después de que llegáramos nosotros y dijeron a los niños que estuvieran en la calle a la mañana siguiente a las 8:30 y les devolverían sus bicis y carretas.
«Un líder de la comunidad fue con la policía a poner una queja y esperó más de cinco horas en la comisaría de policía.
[Al dia siguiente]
«La policía no estuvo en la calle según lo prometido.
«Un líder de la comunidad [y tres internacionales] fueron a la comisaría de policía de Kiryat Arba con cuatro de los chicos a los que les habían robado sus carretas y bicis. Los chicos tenían entre 11 y 14 años. Aunque los niños tenían una cita a las 2 de la tarde con un investigador nombrado Amitay, esperamos fuera de la puerta trasera más de una hora. Todos hicimos numerosas llamadas telefónicas al compuesto policial, usando el teléfono en la puerta trasera y el número de teléfono principal del policía. La policía dentro del compuesto prometió abrir la puerta, colgó el teléfono, rehusó contestar, grito, rió, y nos provocó, alternativamente.
«Finalmente, Amitay llegó a las 3:15 y no dejó a los internacionales pasar adentro. Después de discutir, convino que uno podría acompañar a los chicos. Sin embargo, rehusó dejar a los cuatro chicos entrar. A los tres a los que habían robado sus carretas les permitió entrar, pero al chico al que le habían robado la bici no le permitió entrar. Yo entré con los chicos.
«Una vez dentro, Amitay explicó que había llegado tarde porque había ido a Tel Rumeida a tomar declaración a varios soldados referente al robo y mientras estaba allí, los colonos pincharon los neumáticos de su vehículo policial. Éste es el segundo incidente en que residentes de Tel Rumeida atacan vehículos policía en menos de una semana.
«Los muchachos comenzaron a prestar declaración a las 3:45. Amitay rehusó tomar las fotografías de uno de los colonos que estuvo implicado en el robo y no permitió que los muchachos identificaran a los colonos con ayuda de fotos de la policía. También gritó a los chicos y les hizo esperar más de cinco minutos mientras fingía coger la llave y en lugar de eso charló con sus amigos. Cuando entré en la sala y me quede parado mirándole, gritó, ‘¡mi primer error fue dejarte entrar aquí!’ Le dije que cogiera la llave y nos dejara salir.
«El acontecimiento dejó a los chicos agotados.»
Estos y más «acontecimientos» leo en el documento que me presta K. Llega un momento en que tengo que parar, incapaz de seguir tragando más humillaciones. Me quedo ahí mirando al vació hasta que K. pregunta, «Qué piensas de eso?» No encuentro una palabra en inglés y tengo que pensar en castellano para luego traducir: «vomitivo». «Sí, es una buena palabra para describirlo».