Ya de noche llegamos a la casa de un terrateniente que parece que ha pedido ayuda internacional, al que se le conoce por «Abu A», «Padre de A». Es frecuente que la gente cambie de nombre cuando tiene un hijo (varón), para llamarse ‘padre de’ y luego el nombre del primer hijo. A. nos recibe con una cena suntuosa que todos necesitábamos, y le preguntamos cuál es la situación aquí.
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Queréis saber cuál es la situación aquí? Yo os voy a decir cuál es la situación aquí, en un momento». Cuando acabamos de cenar nos conduce a una sala y busca en sus papeles fotografías de «bulldozers» (que creo que se traduciría como ‘excavadora’) arrancando sus centenarios olivos de cuajo, y mapas de sus tierras con la valla de anexión local, aislando al pueblo de sus tierras. A nos explica que sus tierras, y las de otros campesinos, están justo al otro lado de la valla, entre esta valla de anexión y la línea que no paro de oír nombrar como “Green Line”, «línea verde», establecida por las Naciones Unidas como frontera entre el actual estado de Israel y el futuro estado de Palestina. Hay unas puertas, todas numeradas, en esta valla, custodiadas por soldados del ejército israelí. Ningún habitante del pueblo puede usar la puerta que queda en el camino más corto a sus tierras. Los soldados no dicen la razón, pero ya hay trabajos de excavación de terrenos y otros trabajos preparando para la construcción de nuevas casas, expandiendo el asentamiento judío que no debería estar ahí en primer lugar. Por eso arrancaron sus árboles de raíz. Luego los han replantado dentro del asentamiento judío.

El caso es que hasta hace unos años a A y a otros campesinos sí que se les dejaba usar esta puerta, pero no con tractores – con lo que la gente se vio obligada a volver a usar burros, es decir a dar un paso atrás en el desarrollo rural. Ahora deben usar la puerta siguiente de la valla. Lo que significa un viaje de unos veintisiete kilómetros hasta aquella puerta, más los veintisiete de vuelta hasta sus tierras, al otro lado de la puerta. Un viaje de hora y media solo para dar este rodeo impuesto por el ejército para no usar la puerta que quedará al lado de la ampliación ilegal del asentamiento ilegal, una vez que se construya. El resultado es que quien tiene que recorrer esta distancia andando o en burro apenas puede pisar sus propias tierras. Luego están los casos de los más afortunados. A tiene un tractor, al que se le permite pasar por la puerta, y varios hijos, a los que no se les permite pasar. Antes, también tenía empleados. Pero ahora se necesita un permiso especial, que la autoridad israelí pertinente solo concede a quien puede probar que es dueño de la tierra y que nunca ha sido arrestado. Esto deja fuera a todos los hijos de A y a todos sus empleados. También le aleja a él de cualquier manifestación política, porque suelen arrestar gente y si le arrestan solo una vez perderá el permiso para trabajar sus tierras, y con él, las tierras mismas, y, con ellas, parte del territorio que las Naciones Unidas ha ‘garantizado’ a su país, cuando exista.

J lo reflexiona más o menos con estas palabras, que traduzco aquí: sólo a las personas que pueden demostrar propiedad de tierras se les permite entrar en el área que ha quedado entre la valla legal y la ilegal, que distan unos seis kilómetros en esta zona. Si una de estas personas ha sido arrestada alguna vez no tiene derecho a acceder su propia tierra, sin que tenga importancia el hecho de que la tierra ha pertenecido a tu familia durante muchas generaciones, o de que tu supervivencia dependa de trabajar esa tierra. Este permiso de acceso conlleva que los agricultores palestinos ni siquiera pueden contratar trabajadores para ayudarles a trabajar la tierra, lo que les obliga a convertirse en agricultores a tiempo completo si no quieren que las autoridades israelíes les confisquen las tierras. Esto les hace totalmente dependientes del producto de sus cosechas. Y ahora nos dice A que ni siquiera se les permite vender sus cosechas de mandarinas y otras frutas en territorio israelí ni en su propio pueblo. Lo que, después de haberse hecho totalmente dependientes de sus tierras so pena de perder territorio de su país en favor de la potencia militar ocupante, les deja sin ningún ingreso. Quizás algunos, se buscan un trabajo para sobrevivir esta situación. Lo que no es tarea fácil donde el desempleo alcanza aproximadamente el 60%, recordemos que las autoridades israelíes no permiten a ningún palestino de Cisjordania trabajar en territorio israelí desde hace varias décadas, y la economía en territorios palestinos está totalmente ahogada por la ocupación.

En este contexto, el gobierno israelí se está amparando en una ley creada durante el Imperio Otomano según la cual si un campesino no atiende su tierra en tres años, esta tierra puede ser confiscada – el gobierno israelí interpreta esto como «se convierte en propiedad israelí». Supongo que aquí es donde entramos los internacionales; al menos aparecemos de vez en cuando en estas tierras, utilizando nuestro privilegio como israelíes o extranjeros, ayudando en la recolección de la aceituna y otras frutas, para al menos impedir que les confisquen la tierra usando esta ley.

En un país normal si a alguien le confisca la tierra el estado no deja de ser un drama personal y económico. Pero aquí, cuando el estado israelí le confisca la tierra a un palestino en el territorio bajo ocupación militar, ese terreno pasa a formar parte del territorio israelí. Antes de la confiscación de la tierra, todo el mundo tiene acceso a ellas, aunque en teoría sólo el dueño puede disfrutar de los frutos de la cosecha (en la práctica los colonos la roban con impunidad, incluso cortan y queman árboles delante de los soldados mientras éstos simplemente miran – yo no he sido testigo de estos actos pero no tengo razón para no fiarme del testimonio de los campesinos palestinos ni otros tantos internacionales). Después de la confiscación, la tierra pertenece sólo a la élite, sólo colonos e israelíes pueden acceder a ella, y los palestinos ni siquiera pueden acercarse aunque ha sido ilegalmente apropiada (en Occidente llamamos a esto robo).

En esta zona no se ha hecho esto aún entre otras cosas porque la gente local ha resistido mucho tiempo contra el robo de tierras por este y otros métodos – A ha vendido todas sus posesiones valiosas, incluidas las joyas de su mujer, para pagar abogados que le ayudaran a combatir la confiscación ilegal de sus tierras y otras acciones ilegales de las autoridades israelíes. Ahora mismo, las obras en las tierras donde le arrancaron los árboles de raíz están paralizadas -en teoría- porque A está demostrando en los tribunales que esas tierras son suyas y que el gobierno israelí no tiene derecho a expandir el asentamiento judío en el terreno donde le han arrancado los árboles. Sin embargo, hace solo unos días ha visto máquinas excavando y explosiones para arrancar la tierra y la roca y hacer la excavación más fácil (el socavón que están haciendo es respetable, cuando pueda pondré las fotos en algún servidor). Lo que hace la autoridad israelí es construir el asentamiento mientras el proceso legal se retrasa (que puede ser años) y, cuando sale la sentencia, alega una cosa que se llama algo así como «hechos sobre el terreno» («facts on the ground»), algo así como que, como las casas ya están hechas y ya hay gente viviendo dentro y costaría mucho destruirlas y echar a sus ocupantes, como mal menor se dejan como están, y todo el proceso legal queda anulado en la práctica. Al parecer estos «facts on the ground» son, o han sido apoyados por Bush en negociaciones internacionales.

Estas y más cosas nos cuenta este hombre después de cenar en su casa. Después nos lleva a la casa donde vamos a pasar la noche, con la familia a la que vamos a ayudar mañana.

Nos acomodamos con esta familia que también nos ofrece de cenar, mientras
los hijos e hijas ven en la tele una película estadounidense con
subtítulos en árabe. El comedor consiste en un colchón – dos más cuando
llegamos nosotros – y una estera en el suelo haciendo de mesa. En seguida
el sitio se llena de platitos en los que todos untamos pan, hecho ahora
mismo por la madre de la familia. El padre F, y el sobrino, H, nos hablan
en inglés, así como otro hombre, mayor, que se presenta como el tío de F.
Su inglés es más básico y lleva en la cabeza un pañuelo como el de Arafat.
Me cuenta cosas de su infancia, sobre todo sobre la cantidad de tierras
que tenía su padre, y que el gobierno israelí le ha confiscado
ilegalmente. Me cuenta también que de pequeño iba a la escuela con A, pero
que a él sus padres no pudieron pagarle la universidad, y que por eso su
inglés no es tan bueno como el de A.

En la casa hay lo menos ocho o nueve niños; es difícil contarlos porque
están todos jugando. No hay muchas habitaciones así que acomodarnos no es
la tarea más fácil del mundo. Los chicos se quedan a dormir con el padre
en la sala de estar y yo duermo en la habitación del matrimonio con la
madre y el niño más pequeño, que lleva un rato en la cama, con la luz
encendida. Nos indican dónde está el baño y entramos uno por uno. Por
conversaciones posteriores, me entero de que uno por uno buscamos en el
pequeño habitáculo la taza donde se sienta uno, pensando que nos están
tomando el pelo o que ha habido un serio malentendido. Al cabo de un rato
de búsqueda atolondrada reparamos en el agujero en el suelo, con dos
pequeñas plataformas, del tamaño de un pie cada una, a cada lado. Los
chicos se quedaron estupefactos ante la precariedad de la situación. Yo me
acuerdo de un baño exactamente como este allá por mi niñez, y me acuerdo
de que mi abuela me enseñó a usarlo porque era lo que ella había conocido
durante casi toda una vida.

Después de usar el baño nos dirigimos a nuestras habitaciones. También nos
explican que, aunque podemos poner nuestras baterías a cargar, solo
estarán cargando unas pocas horas, porque no hay electricidad por la
noche. Me meto en la habitación del matrimonio y la madre me ofrece que
duerma yo en la cama, donde ya está el niño pequeño durmiendo. Me niego
varias veces y la señora pone un colchón en el suelo para mí. Me acomodo
entre las mantas, aún con la luz encendida, y espero a que llegue la buena
mujer para meterse en la cama. Pasa el tiempo y no viene, así que me
levanto y apago la luz para poder dormir. Acto seguido, el niño se
despierta y empieza a llorar. «Menuda nochecita me espera», pienso.

Me duermo finalmente con la luz encendida y, cuando me despierto, a las
cuatro de la mañana, la luz está apagada – ya no hay electricidad, hasta
las ocho.