Me levanto y desayuno con la comida que traje conmigo. Oigo el sonido de un motor y voy a ver qué es. Dos hombres, uno a pie y otro en un tractor, siembran los campos de alrededor de la aldea.

Me pongo a observarles sin disimular, especialmente cuando trabajan en la tierra cerca de la carretera israelí que tuve que cruzar para venir aquí.

Después de unos minutos un vehículo militar israelí baja por la carretera y se para. Antes de que ninguno de los ocupantes se baje del vehículo militar, los hombres palestinos se alejan de la carretera. Este año en esa parcela de terreno no crecerá nada.

Doy una vuelta por la aldea y me invitan una vez más a la casa de H. y sus padres. Luego vamos a limpiar la cueva donde tienen las ovejas cuando hace frío. Recolectamos todo el estiércol de oveja y H. la pone en bolsas, y después pone las bolsas aparte para almacenarlas. Cuando acabamos, comienzo a hacer mi equipaje porque hoy debería ser mi último día aquí. Comenzamos a comer y recibo una llamada de mi reemplazo. Está aún de camino, así que tengo tiempo para acabar de comer y despedirme antes de repetir la escena del taxi que deja una persona y recoge a otra, solo que esta vez soy yo quien se va.

No me voy de aquí para sustituir a nadie. Me voy a Jerusalén, lista para montarme en un avión. No sin antes pasar por los controles militares, por supuesto.

En el taxi en que me monto en Yatta hay otros tres pasajeros pero el viaje transcurre en silencio. Sin embargo segun nos acercamos a un control militar itinerante, el pasajero que va a mi lado parece que se pone nervioso. «Necesito pedirle un favor», me dice en voz baja. «Es posible que nos pidan identificación. Tengo identificación, pero me la dejé en casa. Pero si no se la muestro me arrestarán, me llevarán con ellos. ¿Les podría decir que estoy con usted? Le digo, «Por supuesto. Les diré que le he empleado como mi guía».

Afortunadamente, cuando llegamos al control militar itinerante, el soldado a cargo de esta fila de coches no nos hace salir del taxi. Se dobla para mirar por la ventanilla del pasajero, ve mi cara occidental y dice «váyase» con la mano. No han comprobado nuestros pasaportes o identificaciones. Mi «guía» parece aliviado.

En la primera parada de este taxi, mucho antes de Jerusalén, se baja. No entiendo las palabras que habla con el taxista pero por la manera en que me mira mientras habla con él, y la ojeada rápida del conductor, imagino que va a pagarle mi viaje. Comienzo a protestar pero el hombre se va rápidamente. «Te ha pagado el viaje», me dice el taxista. Le miro a través de la ventana trasera y veo que sus labios dicen: «Gracias». Encima.

Me monto en uno de esos furgoneta-taxis para hacer el último viaje antes de marcharme. Cuando estoy buscando un asiento libre, una voz familiar me llama por mi nombre. Miro a los asientos ocupados y veo a G., una de las personas que se quedó con Abu A. después de que J. y yo nos fuimos en el coche de O. Me siento junto a él, contenta de tener a alguien conocido con quien hablar, y nos ponemos al día con nuestras historias.

G. ha pasado ya unos cuantos meses en Jayyous y para él A. es un amigo para toda la vida. Cuando J. y yo estuvimos allí, A. ya se había gastado todo el dinero que pudo conseguir de la venta de todas las joyas de su mujer tratando de obtener una orden judicial que parara la expansión ilegal del ya ilegal asentamiento Israelí en su tierra. La orden judicial fue emitida, eso ya sabíamos. Desde entonces, ha habido máquinas excavadoras en su tierra, protegidas por el ejército Israelí, arrancando de cuajo sus olivos. Luego más máquinas han estado en su tierra quitando tierra, preparando los cimientos para nuevos edificios. Esto también lo sabíamos.

«Ganó el juicio,» G. me dice, «pero ya están construyendo. Podría ir a juicio de nuevo si tuviera dinero, pero no cambiaría nada.»

Cierro los ojos, para ver más claramente, en mi cerebro, la tierra que conocí en Jayyous, con los olivos arrancados de cuajo recientemente, hasta con algunos pequeños brotes de olivo saliendo de la tierra donde los árboles habían estado. E intentando imaginar las excavadoras destruyendo eso también. «Hechos sobre el terreno, ya sabes». Sí, ya sé.

Nuestra conversación fluye en otras direcciones, pero mi mente se ha atascado en la tierra de A., ya perdida para un asentamiento ilegal, por tanto parte ya del Estado Israelí.