Cuando vine, no sabía demasiado bien para qué había venido aquí. Pero eso no es lo más importante. He estado con la gente que sabe de sobra para qué nos necesita. Y nos han puesto, me han puesto, en los lugares donde era necesaria, diciéndome, en ocasiones exactamente, qué era necesario hacer.

En ocasiones ha sido difícil, aunque puede que las situaciones más difíciles hayan sido las más triviales, o las que nadie se habría esperado que fueran difíciles.

Fueron difíciles los malentendidos con los colegas. Los malentendidos con los soldados fueron frustrantes. Luchar con el enemigo es fácil. Luchar con tus amigos es doloroso. Y es gracias a las reconciliaciones que ganamos un nivel de intimidad al que sólo es posible llegar con la gente con la que lo has pasado mal.

La razón «oficial» para escribir esto es para denunciar la situación en Palestina y así intentar cambiarla, a mejor. Una razón más personal es para nunca olvidar.

No quiero olvidar a M., que no paraba mientras nos explicaba cosas, simplemente no podía sentarse. Parecía que bailaba delante de nosotros mientras garabateaba en la pizarra blanca, y nunca dejaba de sonreír.

No quiero olvidarme de N. y sus hijas. Y su conocimiento. Y su ayuda.

No quiero olvidar a R.,que siempre nos saludaba en árabe, quizá con la esperanza que lo aprenderíamos.

No quiero olvidar a H., que me contó su historia y admitió sinceramente lo mucho que añora su juventud, y que me miró a los ojos mientras le expliqué el funcionamiento de las «democracias» occidentales, y admitió que él sabe sobre ellas porque lee, pero que veía en mis ojos que yo hablaba de lo que había visto y vivido.

No quiero olvidar a A., que iba a casarse por amor con una chica inglesa el día que llegamos, pero debido a la burocracia y a la corrupción de algunas autoridades palestinas no pudo casarse ese día, y se pasó todo ese día con el traje de boda que había pedido prestado, incluso cuando encontramos al muchacho muerto y tomó al muchacho en sus hombros y la sangre del chico le goteó todo lo largo de su traje de boda, todo blanco, pero luego él lo limpió y pudo devolverlo tan blanco como se lo habían dejado. Y en la oscuridad, aún con el traje puesto, en vez de hablar, cocinó, con los otros palestinos, para todos nosotros los extranjeros.

No quiero olvidar al muchacho del ciber café que nos dedicaba una amplísima sonrisa cada vez que íbamos allí enviar nuestras historias.

No quiero olvidar a su padre, que trabajaba allí algunas tardes y no quiso cobrarnos.

No quiero olvidar al estudiante universitario que se cogió el día libre para ayudar a su familia a coger aceitunas y nos invitó a su casa a tomar un té que luego se convirtió en té mas café mas dulces mas pan con aceite y zahtar y ensalada y hummus y refrescos.

Por supuesto no quiero olvidar al niño que, el día llegamos al campo de refugiados donde vivía y visitamos a su familia momentos antes de recibir esa llamada que nos llevaría a un cadáver, nos sirvió té como el mejor de los camareros, sin permitirnos que nadie más nos sirviera, y luego nos esperó todos los días a las ocho de la mañana en la puerta de nuestro piso para decirnos «hola, cómo te llamas, adiós» , y luego nos miraba mientras nos íbamos, y que en nuestro día libre se vino con nosotras mientras comprábamos jabón y otras artesanías, y nos dijo con signos que no le gustaba ir a la escuela, que lo que quería hacer era ser combatiente y morir por su gente y hacerse mártir, como los mártires que llenan las fotos en las calles de Balata.

No quiero olvidar a R., que escribió su nombre y el mío en inglés y en árabe y que tomó el pan y el hummus para su hermano y su hermana.

No quiero olvidar a la gente que accedió a ser entrevistada, ni a las señoras en la pequeña tienda que vendían jabón hecho con aceite de oliva a mano, ni a la niña que insistió en que fuera a la escuela con ella, ni a sus hermanos y hermanas, con su piel bronceada y pelo oscuro, y sus ojos azul-verdes, que habían heredado de sus padres, ni a la chica que nos invitó a su casa y luego fuimos a llevarle comida a su padre, ni a A., de EAPPI, al que conocí en un sitio y luego le vi otras veces en otros lugares, y nos dio la sensación, entre tantas caras desconocidas, de que nos conocíamos de toda la vida.

No quiero olvidar el momento en que, en el control militar, hicieron a todos los chicos y hombres bajar y abrir sus bolsos.

No quiero olvidar al hombre enfermo al que no permitieron pasar por el control militar en Qalandia.

No quiero olvidar al chico que no quiso que los otros me hablaran porque no puedo hablar árabe, y que luego se disculpó.

No quiero olvidar a todas las mujeres que nos han presentado a sus hijos y nietos, y nos han ofrecido la poca comida que tenían.

No quiero olvidar a D., a quien conocí en Balata y con quien trabajé luego en Hebrón, que visitó a su amigo R. mientras pudo, y que nos envió informes sobre sí mismo y sobre su amigo R., y que fue él mismo arrestado y después deportado.

Y aunque no le conocí, nunca olvidaré a R., que fue arrestado mientras yo viajaba por Palestina, que estuvo en la cárcel mientras yo estaba en Hebrón, y que fue deportado después de que yo salidera de Palestina.

Y tanta gente que no estoy incluyendo aquí A todos vosotros, dondequiera que estéis ahora, gracias.